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Anna Seghers recaló en México en 1941. e. c.
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El destino mexicano de Anna Seghers

Novedad ·

Un libro de Volker Weidermann examina la estancia de esta escritora comunista en América, adonde llegó gracias a las gestiones de Pablo Neruda

ibon zubiaur

Sábado, 6 de marzo 2021, 00:12

La huella de Latinoamérica en la literatura alemana no es muy conocida, quizá porque contradice el mito autosuficiente cultivado por los germanistas. Sin embargo, el acoso nazi expulsó allí a grandes autores a los que marcó profundamente. El nuevo libro de Volker Weidermann ('Anna ... Seghers in Mexiko', Aufbau, Berlín) repasa el exilio mexicano de la gran narradora y la convulsa atmósfera en que hubo de desenvolverse la diáspora comunista en el país centroamericano.

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Anna Seghers llegó a Nueva York tras huir de la Francia de Vichy en 1941, pero las autoridades de emigración rechazaron su entrada alegando un inexistente trastorno mental de su hija Ruth. El motivo real, por supuesto, era su militancia política, y acabó en la capital mexicana gracias a las gestiones de Pablo Neruda. Las tornas cambiaron al entrar en guerra Estados Unidos: una obra como 'La séptima cruz' pasaba a ser oportuna, y el éxito de la edición norteamericana y la compra de sus derechos para el cine debían traer independencia económica a la autora. Pero una tarde lluviosa de junio de 1943, al cruzar los cuatro carriles del Paseo de la Reforma, Anna Seghers es atropellada por un conductor que ni se detuvo. Tras cuatro días al borde de la muerte empieza a murmurar palabras inconexas, y por fin una primera frase a su hijo: «Verdad, Peter, hay películas buenas y malas». Le preocupaba la versión de Hollywood de 'La séptima cruz', que rodó Fred Zinnemann con Spencer Tracy de protagonista.

Su hija se quejaría de que nunca compartió sus dudas y debilidades. Pero durante la larga convalecencia habla como nunca de sí misma y escribe su relato más personal, 'La excursión de las muchachas muertas': la descarnada vulnerabilidad hizo aflorar algo íntimo en una escritora que se caracteriza por desaparecer en sus novelas. Eran tiempos poco propicios para la delicadeza, y la lealtad de Seghers a la línea oficial del partido la llevó muchas veces a desairar a quienes caían en desgracia, aunque en privado siguiera tratando de mantener los lazos. Es famosa su desafortunada frase sobre Victor Serge en el Primer Congreso Internacional de Escritores en 1935: «En una casa que está ardiendo no se puede ayudar a alguien que se ha cortado un dedo». Preso en la Unión Soviética, Serge acabaría siendo liberado gracias a las protestas a las que ella no quiso adherirse; luego los dos compartirían barco desde Marsella a los EE UU. Ya en México, Seghers y Egon Erwin Kisch fueron los únicos comunistas alemanes que se atrevieron a asistir al entierro de su amiga Tina Modotti, fallecida a los 45 años de un paro cardíaco. Bajo la atmósfera de suspicacia reinante en México después del asesinato de Trotski en 1940, Diego Rivera siempre quiso ver la mano de Stalin tras su muerte. En palabras de Weidermann, «en cualquier caso no era paranoia que los emigrantes alemanes sospecharan por todas partes traición, observaciones y enemigos. Eran observados, perseguidos, se observaban entre sí, redactaban informes, escribían cartas a Moscú, se espiaban y tenían miedo.»

Atenazada por las dudas, el optimismo de Diego Rivera le insuflaba esperanza

Espiada por el FBI

Hay que decir que no sólo los comunistas se espiaban entre sí. En aquellos años el FBI acumuló más de mil páginas sobre Anna Seghers; toda su correspondencia fue abierta, copiada, traducida e incorporada a las actas. Mientras el ejército estadounidense distribuía entre sus miembros destinados a Europa una versión abreviada de 'La séptima cruz', ciudadanos que tenían el libro en su biblioteca eran sometidos a observación.

México acogía por esa época a figuras fascinantes, como la actriz y espía Hilde Krüger, amante entre otros de Joseph Goebbels y J. Paul Getty. Con tales antecedentes no debió costarle engatusar también al ministro del Interior mexicano Miguel Alemán y obtener visados para 300 infiltrados de la Abwehr, que se aplicaron a desviar petróleo al Reich. Weidermann habla de Malcom Lowry, al que Seghers no llegó a conocer, pero curiosamente no de otros comunistas alemanes como Ludwig Renn o Walter Janka; sí se extiende sobre Egon Erwin Kisch o el escritor Bodo Uhse (cuñado, por cierto, de la piloto y futura empresaria de sex-shops Beate Uhse), que aún sufría la desconfianza del partido como renegado del nazismo y por vivir en una casa con piscina con su esposa americana Alma, separada por él de James Agee (guionista de 'La reina de África' y 'La noche del cazador').

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Huyendo de ese mundillo enrarecido, Anna Seghers se retiró a Cuernavaca tras el accidente para terminar 'Tránsito'. Allí vivía en un hotelito justo enfrente del Palacio de Cortés y admiraba a diario el impacto de los murales de Diego Rivera en la población humilde. La figura pantagruélica de Rivera le fascinaría siempre: atenazada ella misma por las dudas, le insuflaba esperanza su optimismo; frente a las estériles discusiones de los comunistas alemanes, le atraían su independencia volcánica y su talento para dirimir diferencias políticas a tiros (como con David Alfaro Siqueiros). No consta en cambio un trato personal con Frida Kahlo, aunque sin duda hubieron de conocerse. Weidermann se detiene en las similitudes entre ambas artistas (su afán por llegar al pueblo, su lenguaje crudo y directo), pero sobre todo en su diferencia esencial: mientras Kahlo escenificaba en arte su dolor, y su historia con Rivera fue seguida casi como una telenovela («el yo sufriente como obra de arte total»), Anna Seghers optó por ocultarse tras su obra. Tenía un don para resultar elusiva; Louis Aragon la comparó con Artemisa, y en París, ya de regreso a Europa tras la guerra, Brecht anotó en su diario que la veía «atemorizada por las intrigas, sospechas, acechos». Desde Berlín ella escribirá a Georg Lukács: «Durante años estuve entre gente que quizá era más mala, más tonta, pero siempre tan fogosa, tan apasionada.» Es una pena que sus miedos y silencios (como cuando en los años 50 son condenados en procesos-farsa sus amigos Walter Janka y Lenka Reinerová) afectaran a la recepción de su obra, vigorosa y sutil al mismo tiempo. Su colega Stephan Hermlin diría de ella que ocultaba «en su interior, bajo montañas de silencio, gritos y palabras que jamás subían de tono».

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