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De Haydn a Berg, el festival programa obras de quienes convirtieron Viena en la capital de la músicaClasicismo, Romanticismo, Postromanticismo y Dodecafonismo. Desde las obras de madurez de Haydn hasta la muerte de Berg. En algo más de siglo y medio, Viena es escenario de la sucesión de algunas de las corrientes musicales más importantes de la Historia del Arte en Occidente. La capacidad de atracción de la capital austríaca en ese tiempo es enorme, tanto que es más fácil hacer la lista de los compositores importantes que no estuvieron vinculados nunca a la ciudad que la de quienes allí nacieron, vivieron o trabajaron, dejando en ella una impronta indeleble.
Cuando en 1740, a la edad de ocho años, Haydn se instaló en Viena, adonde había llegado desde la vecina Rohrau, la ciudad era la capital del Sacro Imperio Romano Germánico. En Leipzig, a 600 kilómetros al norte, un gigante llamado Johann Sebastian Bach aún no había compuesto 'El arte de la fuga' y el Barroco no había dicho adiós. Con poco más de treinta años, Haydn entró a trabajar en el palacio de los Ezterhazy. Allí estaría tres décadas, en las que desarrolló una actividad frenética tanto al frente de la orquesta palaciega como en su faceta de compositor. Nadie como él encarna la evolución del lenguaje musical, desarrollando géneros como la sinfonía, el cuarteto y el concierto para solista. Es el Clasicismo.
En torno a 1784, conoció a un compositor que años atrás había dejado impresionadas a las cortes europeas. Ya de adulto, su descomunal talento se enfrentaba en ocasiones a la incomprensión y la envidia. Hablamos de Mozart, con quien Haydn mantuvo una amistad entrañable pese a la diferencia de edad. Llegado desde Salzburgo, aquel niño grande, capaz de irritar a muchos con su afición a lo escatológico, carente de sentido de la diplomacia e inclinado a vivir al día, mantuvo una relación de amor-odio con la ciudad. Nunca pudo imaginar, en especial cuando la corte le dio la espalda causándole graves problemas económicos, que terminaría siendo el más poderoso icono cultural de una capital que los tiene por decenas.
Un alumno de Haydn tuvo también algún contacto, siquiera menor, con Mozart. Se trata de Beethoven, que se instaló de forma permanente en Viena en 1792. El turista que aterriza en la ciudad se felicita por su buena suerte al tropezar en su primer paseo con la casa donde vivió el sordo de Bonn. Pronto descubrirá que Beethoven parece haber vivido en todos los inmuebles de la ciudad. No es una exageración: en los 35 años que estuvo allí -hasta su muerte- cambio de vivienda unas ochenta veces y residió en casi cuarenta casas distintas, porque repitió en unas cuantas. Toda Viena tiene así huellas de otro gigante que reventó los géneros, hizo el tránsito del Clasicismo al Romanticismo, elevó la sinfonía, el cuarteto y la sonata a alturas jamás alcanzadas y en sus últimos años, completamente sordo, escribió directamente para el futuro.
Al traslado de los restos mortales de Beethoven hasta el cementario asistieron, según las crónicas, alrededor de 20.000 personas. Qué diferencia con lo sucedido con Mozart, arrojado a una fosa común con la única presencia de un cura y un par de enterradores. Acompañando al féretro del autor de la Novena, portando una antorcha, iba un compositor enfermo de solo 30 años, que moriría año y medio después a consecuencia de un mal frecuente en la época: la sífilis. Schubert, tal es su nombre, encarna el primer Romanticismo. Sus canciones, sus sonatas y obras de cámara, sin olvidar varias sinfonías, parecen piezas de cristal, de tan pura que resulta la música. Viena no trató como debía a uno de sus hijos más brillantes. No supo valorar su música, lo condenó a vivir con muchas estrecheces y a morir sin haber estrenado buena parte de sus obras.
No seamos injustos. Viena, su sociedad musical, no se portó bien con Mozart y Schubert, cierto, pero fue generosa con Johann Strauss. El rey del vals, hijo de otro compositor eminente de esta música ligera, hermosa y sin complicaciones, nació tres años antes de la muerte del autor de la 'Sinfonía Incompleta'. Pocos músicos a lo largo de la Historia habrán sido tan queridos por sus conciudadanos y habrán disfrutado de tanto éxito. A cambio, dio a la ciudad algo así como un himno: 'El Danubio azul'. De ese bellísimo vals, un hamburgués instalado en la capital austriaca dijo que el único defecto que le veía era que no lo había firmado con su nombre: Johannes Brahms. Este heredero de Beethoven -su Sinfonía Nº 1 fue acogida por algún crítico como la 10ª del de Bonn- protagonizó un elegante duelo ante los aficionados con otro compositor llegado a la ciudad en los años sesenta del siglo XIX, como él: se trata de Bruckner. Este último, un célibe de vida casi monacal, enfermizamente inseguro y admirador de Wagner, compuso una decena de gigantescas sinfonías. Paquidérmicas decían algunos, sin duda con mala fe. Bruckner murió en 1896; Brahms, en 1897. Ese mismo año, se instaló en Viena un compositor llamado a llevar el Romanticismo hasta sus límites. Un compositor que escribió de sí mismo que era tres veces extranjero: un bohemio entre austriacos; un austriaco entre alemanes y un judío ante el mundo. Mahler escribió pocas pero impresionantes obras. Su catálogo sinfónico, el centro de su repertorio, probablemente solo puede compararse al de Beethoven.
Mahler es también el primer gran compositor que sufre el antisemitismo que había aflorado en Viena desde finales del siglo XIX. Obligado a convertirse al catolicismo -solo nominalmente, era una persona muy poco religiosa- para poder asumir la dirección de la Ópera, se transformará bien a su pesar en un símbolo del drama que se cernía sobre Centroeuropa.
Después de Mahler nada podía ser igual. El Romanticismo, y el Postromanticismo, ya no daban más de sí. En ese contexto surge un nuevo lenguaje. En 1923, Schoenberg publica su 'Método de composición con doce sonidos', que abre una etapa nueva. Será el punto de partida de la llamada Escuela de Viena, en la que el creador del dodecafonismo tuvo como principales discípulos a Anton Webern y Alban Berg. Los tres habían nacido en la capital austríaca.
Pocas veces una escuela artística habrá tenido un final más abrupto. El judío Schoenberg escapó de las garras del nazismo y se instaló en EE UU. Desde allí defendería lo que, a juicio de los especialistas, es una de las más importantes revoluciones estéticas del siglo XX. También una de las más incomprendidas. Berg murió en la Nochebuena de 1935 a consecuencia de una septicemia causada por la picadura de un insecto. Webern, en el verano de 1945, tras recibir disparos de un soldado estadounidense que en plena noche creyó que la llama del mechero con el que el músico encendía un cigarro era una amenaza.
En ese momento, en Viena se cerró la etapa más brillante de la Historia de la Música.
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