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Volví a ver 'El desencanto', en TCM. Siempre me impresiona esa exhibición del complejo de Edipo, ese alarde de fin de raza y malditismo, ese ajusticiamiento, con ayuda de la madre, del padre y poeta Leopoldo Panero después de muerto. Tal vez diga la verdad ... Juan Luis Panero al referir en un poema leído la crueldad, la violencia, la indiferencia del padre, sus excesos con la bebida, sus hazañas en los burdeles, pero qué vengativa esa enumeración de miserias. Desde la primera vez se me quedaron resonando unos versos escritos por el poeta Leopoldo padre para su epitafio, con ese ingenuo tremendismo de quien ni siquiera se ha puesto malo todavía: «Ha muerto/ acribillado por los besos de sus hijos, / y absuelto por los ojos más dulcemente hermosos de su mujer». Acribillado sí, pero a lanzadas, y no absuelto sino póstumamente condenado por esa mujer tremenda que posa ante la cámara lánguida y melancólica porque la vida no fue como esperaba. Y esas voces impostadas, como de niños mimados, de cada uno de los hijos, ese afán por dar la nota, por decir enormidades, por ser originales. La originalidad es una de las peores tentaciones artísticas.
Conocí durante un rato a Leopoldo María Panero en el manicomio de Mondragón. Me había ofrecido para llevar en el coche a su editor de entonces. La conversación del poeta novísimo era una sucesión compulsiva de citas hilvanadas como sin darse cuenta, interrumpidas por largos tragos de coca cola y profundas caladas de cigarrillo mientras nos miraba sin mirar con aquellos ojos atormentados que daban miedo. «¿Puedo pedir más?» fue una de las pocas frases dirigidas a nosotros, el resto era un monólogo. Se parecía al fin a su personaje, se había vuelto loco tras intentarlo desde niño concienzudamente.
La madre consiguió llamar la atención con la película y que recordemos su nombre, Felicidad Blanc, que parece un contrapunto de su aireada decepción. Durante años fue de acá para allá por el mundo de la farándula del brazo del hijo mayor, Juan Luis. Más tarde visitaba a Leopoldo María en los manicomios. «Son dos pesados», dijo de ellos Michi, el pequeño, quien apenas escribió, vendió lo poco que les quedaba y volvió a Astorga para morirse, muy joven, acogido en la casa de una antigua criada. Impresiona de otra manera el nuevo pase de la película ahora que todos están muertos. Al fin, en la pantalla del televisor, góticos fantasmas tristes en blanco y negro.
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