Luis Manuel Ruiz
Viernes, 29 de septiembre 2023, 23:59
Todos le vimos deambular durante años por el centro de la ciudad, atento a las fechas de las ferias y los mercadillos, cargado con la cristalería de sus barómetros, anteojos, brújulas y telescopios. Algunos saben que, pasado el tiempo, cansado ya de los caminos, abrió una tiendecita en el centro, en la esquina de una plaza con los tejados oscurecidos y las aceras sin cementar, sobre cuya cornisa los gatos hacían equilibrismo, siempre gatos negros, escuálidos, siempre el mismo gato repetido en versiones de tamaños variables; de adolescente, recuerdo haberme detenido frente a la vitrina de la tienda, empañada por el polvo, y distinguir a lo lejos, tras el vidrio atascado de cachivaches, la joroba de Coppelius, su nariz de hacha inclinada sobre el mostrador, las manos agitándose como tarántulas sobre la máquina que aquel día, aquella noche, ocupara sus fuerzas. Por supuesto, todas esas invenciones sobre autómatas con forma de mujer y niños metidos en hornos y lentes que vuelven locos a los que se enamoran no son más que majaderías, pasto de embusteros, o, peor, de artistas, como ese poeta que vive en Berlín y que se hizo famoso un día por vender cuentos siniestros en las cafeterías.
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Durante un tiempo, tal vez el mejor de su vida, el producto más demandado de Coppelius fueron los tomavistas. Uno se llevaba a la frente la delicada cajita de cartón, decorada con estrías, y los ojos se daban de golpe con una ladera en los Alpes, con cascadas africanas y templos en las arenas, veía mujeres que huían tras la esquina de un palacio, caballos que cabalgaban sobre una playa, y las imágenes, hechas de cristal y laca, resultaban tan nítidas que había que retroceder un paso para que el vértigo no te hiciera caer. Me han hablado también de sus lupas de colores, donde el día se volvía soleado o lluvioso, o mejoraba la tarde y se llenaba la noche de luces si uno lo prefería, aunque yo no las he visto. Sí sé que lo único que vende ahora, quien lo encuentre, son las gafas de montura de cuerno con la que también a él se le ve sentado a veces en el banco del parque. Los cristales son negros, más negros cada vez, del tono del café primero para pasar a la pez y el abismo profundo, en cuya contemplación, sin moverse, como una estatua entre las acacias, Coppelius espera la hora de la cena.
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