El control de la palabra
Reportaje ·
El uso perverso del lenguaje facilita la conquista del poder, transforma la mentira en verdad, justifica lo insoportable y reescribe la Historia a voluntadReportaje ·
El uso perverso del lenguaje facilita la conquista del poder, transforma la mentira en verdad, justifica lo insoportable y reescribe la Historia a voluntadluisa idoate
Sábado, 7 de mayo 2022, 00:02
Verbal, escrito, corporal, digital, musical, artístico. El lenguaje es una herramienta de manipulación tan antigua como el mundo. Describe, explica, documenta, analiza, critica y justifica la realidad; y también la maquilla, minimiza, desvirtúa, oculta, transforma, reinventa y acomoda a nuestros objetivos. Es un arma letal. ... Versátil. Funciona como bala certera, dispositivo retardado y carga de profundidad. Con las palabras confundimos, aterrorizamos, dominamos; y sembramos la ignorancia, la duda, el respeto, la sospecha y el descrédito. Les adjudicamos significados que no tienen y reconstruimos el mundo a conveniencia. Ayer, hoy, siempre. En el diálogo 'Gorgias' (385 aC), Platón habla de «perversiones retóricas» llenas de engaños, recovecos y deformaciones que impiden escuchar la historia con transparencia, porque «el pensamiento construye trampas en las que luego queda preso». En 'Un mundo feliz' (1932), Aldous Huxley escribe: «Las palabras pueden ser como rayos X, si se emplean adecuadamente: pasan a través de todo». Lo saben bien la política, la religión y el dinero que las traducen en votos, feligreses e ingresos; la publicidad que las usa como cebo de consumo; y las redes que las replican y viralizan sin análisis ni filtros, y lo magnifican y desactivan todo en minutos. Y, en medio de semejante vapuleo, la Real Academia Española 'limpia, fija y da esplendor'.
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Vivimos a golpe de eufemismos. Quitamos hierro a los temas tabú, polémicos, incómodos, inoportunos, transgresores, desagradables, cuestionables, crudos, soeces, peyorativos, vulgares… Los disfrazamos con sucedáneos amables, asumibles y ajustados a cada meta, lugar y momento. Putin llama «liberación del nazismo» a la guerra de Ucrania y George W. Bush «preventiva» a la de Irak. Convertimos las masacres en limpiezas étnicas, las muertes en daños colaterales, el terrorismo en lucha armada. Los despidos son adecuaciones de plantilla; el aborto es la interrupción del embarazo; la prostituta, la trabajadora del sexo; el robo es una apropiación indebida y el preso, la persona privada de libertad; el borracho está ebrio… Los recortes son ajustes y las tasas, copagos. Los precios no suben, se actualizan, y la sisa de producto en los envases se blanquea como reduflación. Llamamos 'desaceleración' a la galopante crisis económica; 'incentivación tributaria de rentas' a la amnistía fiscal para millonarios evasores; y 'devaluación competitiva' a la bajada de sueldos. Salpicamos de trampantojos léxicos hasta nuestra esfera personal. No tenemos mal genio, somos intensos; ni damos un puñetazo a destiempo en la mesa, sufrimos baja tolerancia a la frustración; ni somos zafios, hablamos sin tamiz. No tenemos portero, sino empleado de finca urbana; y vamos a la segunda residencia, no a la casa del pueblo.
Lo políticamente correcto embrolla la terminología. Palabras como gordo, ciego y negro solo existen en el diccionario; se consideran discriminatorias y en su lugar hablamos de tallas grandes, personas con baja visión y africanos. Sustitutos a los que, en muchos casos, se les reprocha lo que evitan. «No somos de color, somos negros», protestaron en 2020 los medallistas olímpicos españoles Ana Peleteiro y Ray Zapata al ser identificados así en una entrevista televisiva. Coincide con ellos el escritor y académico Javier Marías. «Decir de alguien que es negro equivale para mí a decir que es rubio, pelirrojo o con pecas. No voy a utilizar en mi vida eufemismos absurdos como 'subsahariano' o 'afroamericano'. Los verdaderos racistas son quienes emplean estos términos. Son ellos los que ven algo malo o negativo en emplear 'negro'. Yo no». El problema no es la palabra, sino el prejuicio. ¿Por qué no se llama afroamericana a la actriz Charlize Theron, que nació en Sudáfrica, reside en Estados Unidos y posee ambas nacionalidades? 'Peccata minuta' frente al escamoteo de la verdad con abigarrados, enrevesados y pomposos galimatías como el 'cese temporal de la convivencia' para escabullir un incómodo divorcio real y la 'indemnización en diferido' para evitar que alguien 'tire de la manta', propios de los hermanos Marx.
En aras del igualitarismo, el lenguaje inclusivo abre la veda del genérico y duplica masculino y femenino en artículos, pronombres y sustantivos: ellos, ellas, los, las, niños, niñas, ciudadanos, ciudadanas, y 'les' para no excluir a los no binarios. El lenguaje modifica la realidad, argumentan. Lo que no se nombra no existe y lo que se nombra sí. Otros proponen conseguir lo mismo con el uso de genéricos neutros: infancia, alumnado, ciudadanía… Evitan que la sintaxis colapse por farragosa, dicen, y no atentan contra la economía del lenguaje, que Baltasar Gracián resumió en 1647 en 'Oráculo manual y arte de prudencia': «Lo bueno, si breve, dos veces bueno; y aun lo malo, si poco, no tan malo».
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«Ni los discursos, ni las octavillas, ni los artículos, ni los carteles, ni las banderas». El premeditado y sibilino manejo de las palabras implantó el nazismo en la Alemania de 1930. Lo argumenta el filólogo e historiador Víctor Klemperer en 'LTI: La lengua del Tercer Reich' (1947). Describe cómo determinadas expresiones y frases, estratégicamente seleccionadas y obsesivamente repetidas, fueron las grandes armas de control social. Reconvertían ideologías y actos criminales en aceptables, asumibles, beneficiosos y necesarios para el país; y les atribuían un marchamo de dignidad y heroicidad. Ese lavado de cerebro léxico justificaba la invasión de Europa, la raza aria, el Holocausto, el expolio… Transformaba la deportación en traslado y el exterminio en 'la solución final'. «El nazismo se introduce en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente…», denunciaba Klemperer. Calaban como lluvia fina. «Las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico». Y lo falso se vuelve cierto. El maestro de ese engaño es Goebbels. «La mentira mil veces repetida se convierte en verdad», alardea. Y reconvierte el Holocausto judío en 'la redención de la Humanidad', aceptable para gran parte de Alemania.
Con un artículo deliberadamente incomprensible, el físico Alan Sokal desenmascara en 1996 el lenguaje ininteligible de frases vacuas, grandilocuentes, pedantes, farragosas y absurdas que legalizan, refuerzan y consagran a quien las dice. Aunque es un guirigay incoherente y engolado, sin pies ni cabeza, la revista cultural posmoderna 'Social Text' lo publica; hasta alaban su «claridad expresiva». Simultáneamente, Sokal desvela el engaño en el artículo 'Los experimentos de un físico con los estudios culturales', que publica en 'Lingua Franca', donde pregunta: «¿Podría una revista norteamericana de estudios culturales cuyo colectivo editorial incluye luminarias tales como Fredric Jameson y Andrews Ross publicar un articulo deliberadamente salpicado de tonterías si: (a) tiene buena apariencia y (b) adula los prejuicios ideológicos de los editores? La respuesta es, desafortunadamente, sí». Un año después, en el libro 'Imposturas intelectuales', Alan Sokal y el también físico Jean Bricmont ahondan en el tema. Satirizan el relativismo posmoderno que reduce la objetividad a una convención social; y abusa y mal usa de una altisonante e incongruente jerga pseudocientífica para mistificar y bañar de erudición sus teorías humanistas.
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