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Cuando está a punto de llegar a Shangai, el tren en el que Paul Theroux recorre China choca con un tractor. El tren se detiene, se forma un corro de campesinos frente a los viajeros que no se atreven a salir por temor, dice Theroux, ... a quedarse allí; es su forma de decir que están atravesando un paisaje de desolación. Ding, un joven mecánico que ha estudiado en Toronto, afirma que China gasta demasiado dinero en alta tecnología que no sabe utilizar. Los chinos compran cualquier cosa, dice Ding, con tal de tenerla. Theroux teje con Ding una conversación escueta, como tantas otras que nos contará a lo largo de su viaje. Cuando el tren llega a Shangai, Theroux dice que los chinos se sienten reconfortados por las multitudes.
Eso es lo que pasa en este libro. Paul Theroux emprende en 1986 un viaje en tren de Londres a Pekín y se pasa un año recorriendo China. Como la relación del individuo con la masa es en Asia muy distinta de la de Occidente, el retrato que Theroux nos da de China se construye en torno a historias que tienen que ver con las multitudes. En Pekín, las consignas de Mao están cubiertas por carteles de Toyota o convertidas en anuncios de dentífricos y relojes porque las multitudes chinas se están desplazando a determinado ritmo en ese momento de su Historia. Este libro habla de ese ritmo. Hay un pasado que se va difuminando como el recuerdo del dirigente famoso del que la gente habla más bien poco, hay un presente que anticipa el futuro en forma de altas grúas; Theroux contó sesenta a la entrada de Pekín, antes de llegar a la estación central. China está cambiando y Theroux retrata ese cambio.
Theroux suele preguntar a sus interlocutores qué les pasó durante la Revolución Cultural. Wang, que viste chaqueta francesa color amarillo canario y lleva costosas gafas oscuras, fue detenido por los guardias rojos y condenado a tocar el violín primero bajo la lluvia, después bajo los árboles para impedir que los gorriones se posaran en las ramas. A un banquero le asignaron la tarea de cazamoscas: tenía que matar moscas y guardarlas en una caja de cerillas; por la tarde, alguien las contaba y decía que no eran suficientes. Xie Xide, rectora de la Universidad de Fudan en Shangai, fue enviada a una fábrica a montar radios, por la noche estudiaba pensamientos de Mao que fue obligada a cantar. Tom Ching, que se ha puesto nombre inglés después de leer ‘Las aventuras de Tom Sawyer’, fue guardia rojo en su escuela. Le dice a Theroux que sí, que llamó derechistas a sus profesores y cantó las canciones del momento. Viste jersey amarillo, tejanos chinos y zapatillas blancas; se pone serio cuando Theroux da indicios de haber estado en China antes.
Sí, había estado antes. Theroux conoce el país. Su largo viaje en tren ofrece un curioso efecto óptico; China está en movimiento ante el viajero inmóvil -ante el lector inmóvil-. «Me senté junto a la ventanilla y vi pasar el mundo», escribe Theroux camino de Kunming. Un viaje es un trasunto bastante obvio de la vida; hay gente que viene y va. Theroux se entrevista con gente que le habla de la vida en China. El ‘collage’ resultante ofrece la imagen de un país que gestiona a su manera su propia eficacia. En uno de los trenes, el ventilador no gira, la cerradura de la puerta ha sido arrancada y es imposible levantar la ventanilla. No escasean en el libro esas irritaciones. Tampoco es muy apasionada la imagen que da Theroux de la gastronomía nacional. El pato picante ahumado en té de jazmín, frotado con aguardiente de arroz, secado al aire salpicado con cebollinos, cocido al vapor y luego frito se llama zang cha yazi. Theroux toma nota; es lo mejor que probó en China. En suma: cuando algo no le gusta, lo dice.
Autor Paul Theroux. Traducción: Margarita Cavándoli.
Ediciones B.
Cuando quiere acercarse a la frontera con Vietnam, Theroux consigue que le dejen llegar a Yiliang, pero no ver la ciudad. Le hacen dar la vuelta apenas ha llegado, hay combates entre chinos y vietnamitas en la frontera. En el Tibet, adonde al final del libro logra llegar después de un accidente de coche realmente aparatoso, Theroux se siente a gusto. Habla de la invasión china, habla de hippies y de monjes y del auge del turismo. Y se despide de las montañas con laconismo de maestro, después de habernos dado este retrato espléndido de trenes y multitudes.
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