En busca del fuego
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Pronto o tarde, por impulso o con premeditación, desde dentro o a miles de kilómetros, cuando el volcán habla, el arte escuchabegoña gómez moral
Sábado, 2 de octubre 2021, 00:57
William Ascroft salía de casa cada tarde con la caja de pinturas a la espalda y un rollo de pliegos de papel bajo el brazo. A los 51 años, era un reconocido paisajista; exponía con regularidad en la Royal Academy y no era infrecuente verlo ... en las orillas del río tomando apuntes. Pero ahora lo hacía de una forma febril. Las gruesas barras de color volaban en su mano trazando una escena tras otra. Cuando la falta de luz le impedía seguir, recogía y enrollaba los bocetos que había ido dejando caer al suelo medio aturdido por la concentración de horas dibujando. A veces regresaba a casa con decenas de dibujos en una sola jornada. La razón de toda esa actividad estaba en Indonesia, muy lejos de la apacible ribera del Támesis. Cuando el Krakatoa explotó a las 10.02 de la mañana del 27 de agosto de 1883, la nube de ceniza, lanzada por el volcán a 40 km de altura, ocultó el área circundante durante días; tsunamis de una altura y velocidad mucho más mortífera que el volcán se llevaron la vida de miles de agricultores. Hasta en Sudáfrica los barcos se estremecieron en sus amarres por la onda expansiva. En el punto opuesto del globo, cerca de Bogotá, los barómetros registraron anomalías durante varias jornadas, demostrando que el efecto del la erupción había recorrido la totalidad del planeta no una, sino cuatro veces. En Europa se temían los efectos atmosféricos tanto como se admiraba su dramatismo. En más de una ocasión vecinos de Londres, Hamburgo o Vancouver avisaron a los bomberos convencidos de que el color del cielo solo podía deberse a un incendio. El Krakatoa -Krakatau en el idioma local- había avisado con temblores, gases y humo meses antes de la erupción de agosto. Desde la cercana colonia neerlandesa de Batavia se habían acercado barcos repletos de curiosos. Algunos tomaron fotos de la densa bocanada negra que se elevaba sobre la montaña. A finales de agosto ya no existía. La violencia de la erupción había hecho saltar por los aires la mayor parte de la deshabitada isla.
Muy lejos de allí, las fotos sirvieron para realizar una serie de grabados por encargo de la Royal Society, que, decidida a estudiar a fondo los efectos del volcán, encomendó a William Ascroft la tarea de plasmar la atmósfera en distintos momentos: a las 16.40, a las 17, a las 17.15. Los estudios, realizados a pastel -la técnica más rápida para captar el color que la fotografía todavía no registraba- sirvieron de portada al informe. A pesar de ser menos devastadores que los del Tambora, cuya erupción en 1815 provocó las alteraciones climáticas del 'año sin verano', los efectos del Krakatoa tuvieron mayor repercusión. Cuando se produjeron, el telégrafo llevaba años funcionando. Los cables bajo el Atlántico, tendidos apenas una década antes, trasmitieron la noticia de la erupción, que llegó a la primera plana en los periódicos de medio mundo. El estruendo del 27 de agosto sigue siendo el sonido más potente registrado hasta la fecha. El capitán Sampson, a bordo de un carguero británico, que navegaba a más de 50km del Krakatoa, registró en el diario de a bordo: «Escribo a ciegas, en oscuridad absoluta. Nos hallamos bajo una lluvia constante de piedra y polvo. El ruido ha destrozado los tímpanos de la mitad de la tripulación. Mis últimos pensamientos son para mi querida esposa. Sin duda es el Juicio Final».
En noviembre de ese mismo año William Ascroft seguía con su encargo de retratar el cielo sobre Londres consciente de no poder poner sobre el papel más que una parte de lo que veía en «una suerte de taquigrafía cromática». El resultado fue una colección única de 500 dibujos a medio camino entre arte y registro científico. Una década más tarde, en Oslo, las puestas de sol teñidas por la erupción del Krakatoa inspiraron una pintura icónica. Edvard Munch caminaba con unos amigos una tarde cuando «la atmósfera se volvió roja; las colinas, azules; el fiordo se oscureció. Me detuve junto a la barandilla», anotó en su diario. 'El grito', del que hizo varias versiones, es un alarde expresionista perdurable; un paradigma de la angustia humana en ese «alarido interminable que atraviesa la naturaleza».
La aproximación subjetiva de Munch ha tenido infinitamente más eco que la objetividad frenética de Ascroft. La frustración del pintor británico por no poder hacer justicia a la realidad era compartida por otros testigos. Algunos no encontraron otra opción que describir aquellos atardeceres como «cuadros de Turner». El pintor había fallecido tres décadas antes de que el Krakatoa se enfureciese, pero había pintado varios volcanes en acción, aunque fuese solo de oídas. Turner visitó Nápoles y ascendió al Vesubio en 1819; sin embargo, nunca presenció una erupción. Su concepción imaginaria del fenómeno refleja el interés de la época por la estética de lo sublime, así como una sutil conciencia de los avances en geología. Como él, entre 1774 y 1780, Joseph Wright de Derby creó unas 30 pinturas del Vesubio, aunque, a pesar de intentarlo, tampoco logró ver una erupción real. No era fácil. En Hawaii, llegar al Kilauea o al descomunal Mauna Loa, que estuvieron visiblemente activos durante buena parte del siglo XIX, requería un peligroso viaje de varios días a caballo. No fue óbice para que un nutrido grupo de pintores llegados de distintas partes del mundo dejasen constancia de las erupciones en escenas que aúnan el romanticismo europeo y la búsqueda de lo sublime con la poderosa corriente realista estadounidense.
El estudio de los volcanes a partir del siglo XVIII había permitido saber más sobre la edad del planeta y la forma en que interactúan sus masas de tierra. El arte reflejaba ese interés mezclado con un punto del respeto debido a Vulcano, cuya fragua -bajo el Etna- Velázquez había pintado dos siglos antes en negro, rojo y tierra. El Vesubio protagonizaba innumerables estampas que se vendían bien entre el creciente número de visitantes. A veces eran escenas galantes donde apenas una pluma de humo blanco sobre el cielo azul recordaba su naturaleza. Cada vez más turistas incluían Nápoles en el 'grand tour' atraídos en buena medida por la montaña sobre la bahía. Las minuciosas observaciones de William Hamilton, el 'Amante de los volcanes' de Susan Sontag que fue embajador británico en la corte de Nápoles durante 36 años, incluyen estudios del volcán en todos los estados posibles con un sesgo más científico que estético.
La contrapartida podría ser la colección de '36 vistas del monte Fuji' que Katsushika Hokusai publicó 30 años después. La obra supuso la culminación del estilo Ukiyo-e al mismo tiempo que su éxito comercial impulsaba al incansable Hokusai a realizar las '100 vistas del monte Fuji'. A su muerte, Hiroshige tomó el relevo con otras dos colecciones, una en horizontal y otra en vertical. Los japoneses no se cansaban de admirar su volcán, cuya particular simetría propicia rituales tan anclados a la estética como el Fuji-diamante, que, en ciertas fechas del año, permite ver el sol justo en la cima. Además, a pesar de considerarse activo, Fujisan ha tenido la cortesía de no entrar en erupción desde el 16 de diciembre de 1707.
Los volcanes son por lo general bellos de lejos y peligrosos de cerca, pero ascender a uno supone una tentación difícil de resistir. El cráter del Estrómboli, con erupciones cada 20 minutos que parecen casi programadas, ha sido durante mucho tiempo un destino para turistas hasta que uno de ellos murió en 2019. Como alternativa queda 'Iddu' (Él); ese es el nombre que usan los habitantes de la isla para referirse a Estrómboli y ese es el título que James P. Graham dio a su instalación audiovisual, entre arte y activismo ecológico, con imágenes filmadas en la caldera del volcán.
De la brutal erupción del Ilopango, que en el año 540 puso en jaque al imperio maya, queda por dilucidar si la pirámide de La Campana, construida con materia volcánica en lo que hoy es El Salvador, pudo tener significado ceremonial. La erupción del Vesubio del año 79, en cambio, ha suscitado una profusión de expresiones artísticas que alcanzan hasta el presente. Gracias al testimonio directo de las dos cartas de Plinio el joven, Pompeya, Herculano y Estabia siguen vivas, aunque sea como escenarios de tragedia y devastación. Desde su redescubrimiento en el siglo XVIII, al mismo tiempo que la Geología avanzaba, el arte vio en su trágico final la encarnación de lo sublime. En las pinturas gigantescas de John Martin o Karl Briulov sobre las últimas horas de la ciudad, los personajes parecen insignificantes ante la fuerza destructiva de la montaña. Otros autores, en cambio, cierran el encuadre: recrean una casa donde una madre y una hija juegan ajenas a la inminente explosión del volcán que se ve por la ventana, convierten en sombra surreal a la misteriosa Gradiva o acompañan a Plinio el viejo, que muere bajo el fuego mientras se dirige a socorrer a los pompeyanos despavoridos. Angelica Kauffmann representa el momento en que la madre de Plinio el joven le conmina a dejarla atrás para huir más deprisa y salvarse.
Pompeya se convierte así en algo más que un receptáculo de conceptos abstractos sobre lo sublime y la mortalidad. La ciudad se puebla de personas reconocibles que propician la conexión emocional. Los célebres moldes extraídos a partir de las cavidades dejadas por los cuerpos de las víctimas en el sedimento volcánico, que tan difícil es no interpretar como estatuas a pesar de ser en realidad representaciones del vacío, también han tenido continuidad en el interés de artistas como Allan McCollum, que en 1901 utilizó uno de los más conmovedores -el del infortunado perro sofocado por la ceniza a la puerta de la villa que guardaba- para poner en pie una reflexión sobre la repetición y el sentido de lo que construimos.
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