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Bob Dylan, el concierto donostiarra de un viejo bardo de Minnesota
Crónica ·
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Un relato muy personal sobre la experiencia de escuchar, quizá por última vez en vivo, al cantante y Nobel de LiteraturaTu camino, ya vetusto, envejece rápido». Bob Dylan escribió esta frase hace 60 años, cuando apenas tenía 22, y la transformó en un verso cantado con su voz genuina, uno entre tantos versos buenos de su clásico 'The Times They Are a-Changin'. Al leerlo hoy, es tentador preguntarse por la visión que aquel joven tendría de su propio futuro, de su vejez; saber si alguna vez se vio a sí mismo como el octogenario intérprete musical que actuó los días 19 y 20 de junio en San Sebastián y, si así fuera, qué pensaría sobre la relevancia de su arte y de su figura, acerca de la durabilidad de su mito y del ocaso de la vida. Da igual, no descubriremos nunca su misterio, el propio Dylan lo ha cultivado y protegido hasta el extremo.
Lo que contemplamos el martes 20 de junio fue un auténtico ritual, la liturgia ejecutada por un artista genial, viejo, sobrio y adorable, independiente, libre, magistral y desconcertante a partes iguales; un hombre cuyo estrellato es tan enorme que, en ocasiones, solo en ocasiones, su leyenda parece absorber cualquier atisbo de realidad que pudiera tener lugar sobre el escenario. Y frente a la ceremonia del maestro, nosotros, la congregación de sus seguidores, cientos de fieles colmados de respeto y admiración, de horas de escucha y lectura, de una vida casi siempre inseparable de la del mito, acudimos desprovistos de cualquier ánimo crítico.
Quizá sea la última ocasión que tendremos de verlo en directo, nos dijimos en el trayecto de ida a través de una tormenta que parecía actuar de telonera de la estrella. Pero quién sabe. La intensa agenda de esta última gira europea revela que la adicción a la carretera permanece en Dylan y que interpretar su música ante el público es aún una forma esencial de su arte. Así lo demostró en San Sebastián. El concierto que vimos no era una pieza prefabricada, sino un espectáculo vivo ejecutado por músicos brillantes que arropaban, incluso físicamente, la voz y la frágil figura del artista. La actuación fue excelente.
Puntuales y en penumbra, Dylan y el grupo salieron en hilera y ocuparon sus posiciones. La tenue iluminación mostró la austeridad de la puesta en escena, dominada por un inmenso telón rojo a tres paredes que envolvía a los intérpretes vestidos de negro. Aunque la superficie del escenario era amplia, la banda ocupaba un espacio mínimo en el centro: Dylan al piano durante todo el concierto (a veces sentado y otras de pie), rodeado en un estrecho círculo por sus cinco músicos, que no apartaron la mirada del líder; daba la impresión de que el grupo tocaba más para él que para nosotros.
Hace mucho tiempo que las concesiones no tienen cabida en su repertorio. Interpretó nueve canciones de 'Rough and Rowdy Ways', su último álbum, y algunas versiones de clásicos, no los más conocidos, bajo formulaciones difíciles de reconocer. A estas alturas, Bob Dylan en muchos casos declama más que canta. Quizá sea un menoscabo de la provecta edad, o no, y en realidad es la expresión consecuente del poeta (cómo olvidar su Nobel de Literatura en 2016). Sea como fuere, su arte se reinventa. Así se explica que la música de un hombre de 82 años transmita tanta energía, emoción y sinceridad. Es lo que nos hizo sentir, de forma intensa, a lo largo del concierto.
Presenciamos un recital de la mejor música americana, desde el 'blues' al rock, constantes en la obra de Dylan, pasando por destellos de 'country' e incluso de 'jazz'. Su armónica, hermosa y evocadora, sonó en 'When I Paint my Masterpiece' y, aunque en 'Gotta Serve Somebody' vibramos con el poderoso 'riff' a manos de uno de los guitarristas, el piano del maestro se impuso en buena parte de los temas. La acústica del Kursaal sirvió al perfecto sonido y el espectáculo concluyó con el emocionante góspel 'Every Grain of Sand'. Bob Dylan avanzó hasta el comienzo del escenario, se apoyó en el pie de un micrófono, saludó con escueta cortesía y, de nuevo en penumbra, hizo mutis.
Al abandonar el auditorio nos preguntamos si lo que acabábamos de ver nos otorgaba una perspectiva distinta sobre el verdadero Robert Zimmerman, aquel chico que a finales de los cincuenta escapó de un futuro anodino para inventar una leyenda. No importa, respondimos, lo que sabemos es que Dios escogió a Bob Dylan en Duluth, un pueblo perdido de Minnesota, y Dylan se hizo Dios. 60 años después, su arte todavía eleva nuestro espíritu y sin duda nos vuelve mejores.
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