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Diversas alimañas anidan en los estantes de la biblioteca, se ocultan en el ángulo del pasillo, aguardan el descuido del celador en las vitrinas sin ... vigilar. El tragacanto, roedor nocturno, muerde el reborde de los lomos y acaba por desnudar los tratados de historia y rebajar la dignidad de catecismos y enciclopedias. El basílago, volador y ciego, baja de las baldas más altas, donde pende bocabajo, para rascar el dorado de las nervaduras con el filo de sus uñas. El repugnante crocorcio ama la lírica: no es infrecuente encontrarse, entre anfíbracos y anapestos, estrofas enteras manchadas por la baba grisácea que deja a su paso al deslizarse por el papel. Pero al fin, todos ellos son inofensivos: mucho peor para la literatura son las orugas de Siracusa.
Tal vez las hayas visto sin saberlo o tu ojo haya detectado un temblor involuntario en cierto renglón mientras estabas a punto de pasar la página. La oruga de Siracusa, diminuta, es un animal dotado de una diabólica capacidad de camuflaje que ha aprendido a imitar los caracteres del alfabeto. Como vive en colonias y nunca sale a pastar si no es rodeado de una docena de sus congéneres, con los que atraviesa láminas, guardas y frontispicios, es común que, luego de alimentarse de la tinta impresa, realice sus deposiciones sobre los espacios vacíos reproduciendo algunas de las letras desaparecidas, u otras que se les asemejan. Esto tiene como resultado que, si un volumen yace en su estante sin ser retirado a menudo para su limpieza o inspección, las orugas pueden infectarlo y trastocar los epígrafes a su antojo; que, devoradas todas las palabras originales y reemplazadas por otras que les sugerían el hambre o su caprichoso movimiento en aspa sobre la página, nada quedará intacto del manual de cetrería que fue en un principio ni del libro de crónicas que el catálogo promete. En la penumbra de la biblioteca, los viejos poemas se desnudan de los epítetos conocidos para improvisar versos extraños y estúpidos y acaso proféticos, las novelas se corrigen a ellas mismas y la poesía resurge de sus propios excrementos.
(Texto intercalado inexplicablemente en la página 36 del segundo volumen de la edición de Dioscórides que poseía mi difunto padre, y que leí antes de venderlo, con el resto de sus libros, al trapero.)
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