Luisa Idoate
Sábado, 27 de enero 2024, 00:06
Durante el gobierno de Augusto (27aC-14dC), el ejército se profesionaliza. El sueldo base es de 225 denarios anuales y aumenta con los años. Lo complementan los donativos imperiales por testamentos o por celebraciones especiales y los extras de los ascensos, a los que optan ... alfabetizándose y aprendiendo un oficio. Saber cálculo permite ser el encargado de las cuentas, que dobla el sueldo de un soldado. Un trabajo codiciado, pero incapaz de rivalizar con el lustre de la caballería, con pluses para mantener las monturas y el atuendo que enardecían al público, con los cascos de desfile bañados en oro y plata. No se quedaba atrás el centurión, el único puesto de oficial al que podía acceder un plebeyo y multiplicaba hasta 18 veces el salario mínimo; más las mordidas cobradas a los soldados por conceder y alargar permisos y aligerar sus tareas. Y el 'aquilifer', portador del águila de la legión, cobraba el doble que el legionario raso.
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Se pagaban el equipamiento. Era obligatorio. Y caro. Hasta los de segunda mano que se vendían en los fuertes y en los talleres artesanos. Otros se heredaban y se modernizaban. Lo evidencia el casco de Eich (Alemania) que expone el Británico. Tiene un diseño de comienzos del siglo I, al que cincuenta años después se recortó la protección del cuello y añadió un asa de transporte y el nombre de su entonces propietario, Marcus Arruntius de Aquileia (Italia). Le acompaña otro casco de bronce de Alemania (10-30 aC), que lleva grabados los nombres de cuatro soldados que lo usaron a lo largo de un siglo: Lucius Dulcius, Lucius Postumus y Rufus y Aulus Saufeius.
En el ejército «no se consigue nada sin dinero», escribe el marino Claudio Terenciano a su padre Tiberiano, legionario con cargo de 'speculator' o correo. Le ha mandado un paquete con ropa, «pese a haber estado enfermo», y espera hacer un envío mejor en caso de vivir. A cambio, le pide «un par de sandalias y de borceguíes. Pero que no sean de esos botines de botones». Y una capa nueva, porque el ayudante se quedó con la que le envió. Le pide que le siga escribiendo y espera obtener un cambio en la legión. «Con todo, aquí nada se hace si no es por medio de propinas; las cartas de recomendación no sirven para nada, a menos que se engrasen las ruedas».
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