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En el multitudinario y aclamado concierto que Plácido Domingo ofreció en la Maestranza de Sevilla a mediados del pasado septiembre y que tuvo el acierto de organizar Juan Carlos Sancho, presidente de Iberkonzert y colaborador de este periódico, el gran tenor español pudo resarcirse de ... los abucheos que había recibido a finales de agosto en la Arena de Verona, donde no se le perdonaron los problemas de voz ni los lapsus de memoria en el repertorio operístico y se mezclaron otros aspectos de su vida personal que no voy a tratar ahora porque estarían aquí fuera de contexto. Esa llamativa ausencia de piedad que llevó a la propia orquesta a no ponerse en pie cuando terminó la actuación plantea una pregunta básica: ¿qué esperamos cuando vamos a escuchar a un tenor que lo ha sido todo pero que ya tiene los 81 años cumplidos? Yo no creo que vamos a un concierto de ese tipo a presenciar un alarde de virtuosismo ni de aguante físico propio de un treintañero. Vamos a homenajear a ese artista que -sabemos- crepuscular, a recordar a aquel que fue en esos deslumbrantes fogonazos de genio que tendrá junto a algún quiebro fónico o a alguna laguna de memoria. Vamos para asistir al prodigio de que, pese a sus años, mantiene dentro de su voz y su ser al que fue en plenitud. Y este asoma de repente en unos minutos, logrando conmovernos como entonces nos conmovió.
Lo explica muy bien Milan Kundera en la primera página de su novela 'La inmortalidad' cuando habla de una anciana a la que ha visto desenvolverse torpemente en una piscina reclamando la ayuda de un monitor. En el momento en que sale del agua, se despide de ese muchacho con una sonrisa y un gesto propios de una mujer de veinte años que al escritor le sorprenden y conmueven: «Su brazo se elevó en el aire con encantadora ligereza. (…) Aquella sonrisa y aquel gesto tenían encanto y elegancia, mientras que el rostro y el cuerpo ya no tenían encanto alguno.»
Yo creo que es a ese milagro al que acudimos cuando compramos entradas para escuchar a un viejo maestro. Tuve la suerte de oír cantar a un Aznavour magnífico de 93 años en el WiZink Center de Madrid. Fue en enero de 2017, un año antes de su muerte. Sobra decir que le salió algún gallo en alguna de sus canciones más conocidas. Pero nadie, entre el entregado público, estábamos allí para fiscalizar las huellas que en él había dejado el tiempo. Estábamos allí para asistir a ese regalo de la vida del que habla Kundera; para conmovernos, para ver aflorar las llamaradas de infinitud que aún era capaz de emitir aquel hombre pequeño pero vigoroso y enamorado de este mundo. Él mismo había explicado en una entrevista previa a ese concierto, el sentido que tenía este: «No me importa la edad de un artista, lo que me interesa es lo que propone».
Creo que no se puede decir mejor lo que es el arte y lo que esperamos de quien lo sigue transmitiendo a una edad tardía y aunque le falle una nota musical, la memoria o el pulso. Son esos fallos de la fisiología los que dan a su comparecencia ante el público más magia y mayor grandeza. Uno también tuvo la fortuna de poder ver dirigir a Kurt Masur un concierto en el Auditorio Nacional poco antes de su muerte, que le llegaría en diciembre de 2015. Estaba ya muy mayor, pero el placer consistía precisamente en comprobar cómo la energía de la juventud había sido reemplazada por la sabiduría de la edad y por la ironía. Recuerdo perfectamente que no se le borró la sonrisa de la cara en ningún momento. Dirigía sin batuta (quizá sostenerla le obligaba a forzar las viejas articulaciones), es decir con las dos manos muy próximas una a la otra, realizando unos movimientos mínimos pero cargados de estilo, de matices y de significados. Era un modo de dirigir minimalista, o sea, la antítesis del Karajan espectacular de los años setenta. Y, sin embargo, era maravilloso seguirle. El espectáculo residía en su madurez, en haber comprendido que en el arte no todo son fuegos artificiales y que incluso estos pueden encenderse con una llama y un gesto minúsculos.
La inmortalidad, sí. Escuchar a un artista en su vejez es también preguntarnos quiénes somos nosotros. ¿El viejo o el joven? Y es que también nosotros hemos cambiado y nos hemos hecho más generosos o más mezquinos según hayamos aprendido o no algo de la existencia. Los verdaderos viejos son los que le abuchearon a Plácido en Verona; viejos cascarrabias, viejos vesánicos, viejos insoportables aunque tengan treinta años.
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