La árida magia narrativa de Saramago
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La obra del Nobel portugués adquiere un nuevo significado en el centenario de su nacimientoSi hubiera que citar un rasgo esencial en la obra de José Saramago, el escritor portugués que obtuvo el Nobel de Literatura en 1998 y que nació hace ahora un siglo, es el de la aridez de su estilo narrativo, de las atmósferas de sus ... libros, de sus paisajes e incluso de sus propias tesis ideológicas, entrando ya en el terreno de los propios contenidos; una sequedad que ya se advierte físicamente incluso en las novelas en las que introduce elementos fantásticos, o propios del realismo mágico como es el caso de 'Memorial del convento' (1982), una obra en la que los estrafalarios amagos de irrealidad se entrelazan con la denuncia social y con la consiguiente constatación de las diferencias de clase que, de un modo más dramático o venial, más tácito o más explícito, siempre acaban aflorando en este autor cada vez que se adentra en el género histórico.
Saramago no respondió nunca a ese tipo de escritor que goza recreando ambientes de otras épocas y explayándose en el lujo colorista de las viejas opulencias palaciegas, cortesanas o eclesiásticas. Podría pensarse que invitaba a ello un texto como el del citado 'Memorial del convento', cuya acción tiene lugar en el Portugal dieciochesco, concretamente en la bella Villa de Mafra, en la que el rey don Juan V, el Magnánimo, ordena levantar un convento franciscano del barroco tardío. Pese a que en esa novela aparecen personajes que podrían parecer sacados de un relato de García Márquez, como Blimunda Sietelunas, la mujer capaz de ver el interior de los seres humanos y de los objetos, o Bartolomeu Lourenço de Gusmão, el clérigo con vocación voladora, en el texto se impone la conciencia social del escritor y la plasmación de las duras condiciones en las que transcurre la precaria existencia de las capas más humildes de la población, inmersas en la ignorancia y la superstición, así como azotadas por la enfermedad, el hambre y la guerra.
Sucede otro tanto, aunque más moderadamente, con dos novelas históricas posteriores: 'Historia del cerco de Lisboa' (1989) y 'El viaje del elefante' (2008). En la primera de ambas, la realidad histórica que se pretende incuestionable y objetiva queda subjetivizada por la interpretación personal que hace de ella Raimundo Silva, el protagonista, un modesto revisor de pruebas de una editorial a quien sus superiores amonestan por esas licencias imaginativas. En la segunda, un elefante asiático que el rey Juan III de Portugal regala a su primo, el archiduque Maximiliano de Austria, se convierte en la pesadilla de los siervos y lacayos que se llevan la peor parte del traslado del animal a Valladolid, donde se halla el noble destinatario. Pero la novela en la que la conciencia social se entrelaza más gráficamente con el gran acontecimiento histórico, hasta modelar el sentido de este último es, sin duda, 'Levantado del suelo', con la que obtuvo verdadero reconocimiento y que es anterior a las tres citadas. En ella, el acontecimiento histórico de la Revolución de los Claveles se presenta como el frustrado sueño utópico del campesinado de la región del Alentejo, que se mueve entre las calamidades de la dictadura salazarista y el caciquismo.
La trayectoria narrativa de José Saramago puede definirse como un viaje hacia una aridez distópica que encuentra su expresión acabada en el 'Ensayo sobre la ceguera'. Es a partir de esa obra publicada en 1995 donde encuentra el universo literario en el que se siente creativamente cómodo, y en el que se convierte en un sólido candidato al Nobel de Literatura. Es como si en ella consiguiera definitivamente el objetivo de «despegarse de la atadura de lo histórico» agarrándose al soporte novelesco de lo alegórico y lo simbólico, donde la denuncia social trasciende del marco territorial y cronológico para hacerse atemporal y universal. Y es también como si novelas como 'El año de la muerte de Ricardo Reis' (1984) o 'El Evangelio según Jesucristo' (1991) hubiesen sido tanteos en esa travesía. En la primera de ellas. su divorcio con lo histórico lo conseguiría agarrándose a un personaje de ficción literaria, como era el famoso heterónimo del poeta Pessoa, que en el libro mira con extraño despego y desentendimiento la tragedia de la Guerra Civil española o de las mismas gentes que huyen de esta y que se refugian en su país. En la segunda de esas novelas el divorcio de lo histórico lo consigue viajando al tiempo religioso y mítico del Nuevo Testamento.
Del 'Ensayo sobre la ceguera', en el que una pandemia deja sin vista a todo el género humano y este es condenado al más delirante despliegue de represión, contra el que luchará la mujer de un médico que ha logrado sustraerse al contagio, Saramago pasó a describir en 'Todos los nombres' (1997) un desolado universo directamente kafkiano y sumido en una tiranía totalitaria, que aparece representada por un gigantesco archivo en el que los vivos se mezclaban con los muertos. Estamos ya ante obras herméticas que dibujan con trazos fuertes y extemporáneos una cosmogonía simbólica de la condición humana y que, precisamente en virtud de ese carácter simbólico-cosmogónico, se sirven de un modelo gélido y árido de escenografía que inevitablemente nos remite al teatro del absurdo o a 'El castillo' de Kafka, al que también recuerdan los temas y argumentos escogidos: la fantasmalidad represiva del poder por la burocracia, la policía o el mismo desarrollo económico y productivo del capitalismo.
En esa misma línea, 'La caverna' (2000) recoge el mito platónico para denunciar una sociedad consumista y postindustrial representada por un elefantiásico complejo comercial (el Centro) que es la antítesis del mundo artesanal en extinción que encarnan un humilde alfarero viudo y su familia tradicional. En 'El hombre duplicado', la recurrencia a dos individuos idénticos le sirve a Saramago para denunciar una masificación artificial que evoca 'Un mundo feliz' de Huxley. En 'Ensayo sobre la lucidez' (2004) ese infierno humano lo encarnan las mismas instituciones de una democracia depauperada y corrupta. en la cual tienen lugar unas elecciones municipales. El escenario es una ciudad tan innominada como sustraída de las coordenadas temporales y espaciales, donde unos personajes advierten una espectacular y extraña ausencia de votantes que no queda justificada por un tiempo violentamente invernal.
El elemento fantástico no sirve, como puede apreciarse, para dar calidez a la escenografía, los personajes o el argumento. Estamos ante una árida magia narrativa que es su sello personal y que alcanza su cumbre fantasmagórica en 'Las intermitencias de la muerte' (2005). No estamos aquí ante una narración realista, al menos en su denuncia política. ni tampoco ante el cálido resultado de una imaginación colorista o sensual, sino ante un libro presidido por el frío cumplimiento de un guión esquemático. En un país pequeño e impreciso, regido por una monarquía, la muerte desaparece de repente y sin previo aviso. El cuerpo del relato lo conforman, así, las circunstancias y los hechos que se derivan de este planteamiento de ficción. Nadie muere pero, sin embargo, ello no significa que desaparezca el sufrimiento ni la sangre que puede verterse en los accidentes de carretera. La gente todavía es capaz de sufrir enfermedades, lesiones y mutilaciones que componen un escenario caótico y dantesco.
La gran pregunta que plantea este proceso creativo, que conformó la etapa de madurez y de plenitud de un autor que se autodenominó comunista hasta el final de sus días es si, además de su valor puramente técnico, sirven sus páginas como testamento literario, moral o ideológico. Si el mundo totalitario que describe se parece más a los infiernos del socialismo real que a los estados del bienestar europeos, ¿qué es lo que realmente denuncia el legado literario de Saramago?
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