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Anna Pavlova quiso bailar hasta el final 'La muerte del cisne'
Con música de Saint-Saëns ·
Cuenta la leyenda que la bailarina rusa, enferma sin remisión de una neumonía aguda, pidió su traje para salir a escenaSecciones
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Con música de Saint-Saëns ·
Cuenta la leyenda que la bailarina rusa, enferma sin remisión de una neumonía aguda, pidió su traje para salir a escenaHans Christian Andersen murió seis años antes de nacer Anna Pavlova (1881-1931), pero seguro que soñó con ella. Era un visionario, amaba locamente el ballet y no concebía mayor pecado que matar un cisne. Habría aullado (Andersen era un danés muy extremo) de haberla ... visto postrada en el suelo con los brazos rígidos o aleteando espasmódicamente, arropada por la música de Camille Saint-Saëns. La muerte de una 'mujer-cisne', con una mancha de sangre en el pecho, se queda grabada en la retina, sobre todo cuando se busca la credibilidad. La agonía. La derrota. La última lucha. Aquel solo de ballet, con coreografía de Michel Fokine, duraba poco más de tres minutos y era el santo y seña de Pavlova. En su lecho de muerte, cuenta la leyenda que sus últimas palabras fueron: «¡Dadme mi traje de cisne!». Lo cierto es que, víctima de una neumonía aguda, no llegó a cumplir 50 años.
El autor de 'El patito feo' habría entendido a Pavlova desde el primer momento. Habría vislumbrado su naturaleza, no lo que era sino todo lo que podía llegar a ser. Aniuska a los ocho años ya conocía su destino. Tenía que convertirse en bailarina y nada más que en bailarina. Hija de lavandera y militar, conocía la pobreza de la ciudad y los bosques de pino de Ligovo, pero su vida entera la esperaba en los escenarios. Así lo había descubierto, con la fuerza y urgencia de las epifanías, cuando la llevaron a ver una representación de 'La bella durmiente' en el Teatro Mariinsky, con la espléndida coreografía de Petipa. En Rusia no se escatimaban medios ni recursos para que el ballet desplegara todo su esplendor. Disciplina impulsada por el Rey Sol, bailarín y fundador de la Academia Real de la Danza en París, no había perdido el halo aristocrático.
Eso sí, la Academia Imperial de Ballet de San Petersburgo donde se formaban las futuras estrellas y cuerpo de baile, ofrecía clases gratuitas con los mejores profesores de la época. Allí se presentó Aniuska con la ilusión de quien llama a las puertas del futuro, pero no aprobó el examen de ingreso porque supuestamente carecía del físico adecuado. Era huesuda, con tobillos muy frágiles, además de pálida, morena y con ojos negros. Corría el año 1891 y el jurado solo tenía ojos para las crías de musculatura rotunda y flexible, con aspecto saludable y rubicundo. Pero la cría insistió. Estaba llamada a ser un cisne.
Con el apoyo de Petipa, que enseguida vio sus cualidades, más expresivas que acrobáticas, y sobre todo fuerza de voluntad, consiguió hacerse un lugar de honor en las filas del Ballet Imperial del Mariinsky. El público la adoraba, pese a que no respetaba las reglas académicas. Doblaba las rodillas cuando no debía y descuidaba la posición de los brazos, pero ofrecía una intensidad y verdad artística, más allá del artificio, que recordaba a las bailarinas de la primera mitad del siglo XIX (evanescentes y arquetipos oníricos) y sintonizaba con la revolución de Isadora Duncan, que abominaba de los corsés de todo tipo.
Pavlova podía haberse quedado en San Petersburgo, agasajada por el régimen zarista y toda la corte. El ballet despertaba tantas pasiones que algunos jóvenes llegaban a comerse las zapatillas, debidamente hervidas y condimentadas, de las figuras más idolatradas. Un ambiente que la aburría. Ella no buscaba la devoción histérica y tampoco le entusiasmaban la música de Stravinsky ni los Ballets Rusos de Diaghilev. Tenía hambre de nuevos ritmos y colores. Quería bailar en plazas de toros y mercados de todo el mundo. En 1908 formó su propia compañía y se calcula que recorrió 500.000 kilómetros en diez años. Actuó lo mismo en Perú que en Sudáfrica y Australia, con gestos tan osados como bailar el jarabe tapatío ante más de 30.000 personas en México.
Picasso la tenía en mente cuando grabó en arcilla 'Apolo persiguiendo a Dafne', una imagen llena de movimiento con ocho líneas. Pavlova llegó lo más lejos que pudo y hasta el final quiso salir a escena para rendir tributo al ave que más amaba. En el jardín de su casa de Londres había cisnes. Los observaba, mimaba y emulaba. «Verticalidad y dulzura cuando están tranquilos. Elegancia y majestad al desplegar las alas. Lucha a muerte cuando llega el último suspiro». Palabras de Pavlova.
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