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Sábado, 24 de noviembre 2018, 04:00
Iñaki Ezkerra
Desde sus inicios literarios, Álvaro Pombo se ha dedicado a cultivar lo que podemos llamar 'novela culta', un arte al que no se dedican muchos autores en nuestro país (pienso en Javier Marías, en Félix de Azúa…), pero que tiene sus fieles lectores. Llamo 'novela culta' no a la culturalista, que puede ser su impostación, ni a la que nos presenta una conspiración internacional en torno a un pergamino medieval, sino a aquella cuyo argumento ha sido planteado desde una tesis o una lucubración filosóficas. 'Retrato del vizconde en invierno' es la última entrega literaria de Pombo y se sitúa en esa moderna 'tradición' que él sabe combinar con un realismo muy próximo al fresco social.
El protagonista del libro es un aristócrata octogenario, viudo y egocéntrico, que triunfó como ensayista y adquirió un importante reconocimiento público en la época de la Transición, pero que se fue encerrando después en la cómoda vida privada de un espacioso y lujoso piso del centro de Madrid en el que convive con sus dos hijos, Miriam y Aarón, ya mayorcitos, y con un matrimonio de sirvientes, Luis y Manuela. Horacio, el vizconde de la Granja (esos son el nombre y el título nobiliario del personaje) padece algunos achaques inevitables de la edad, que él exagera («Se había instalado en los ochenta como en un hotel de lujo…»), y conserva todavía tanto su distinguido aspecto como una amante, Lola Rivas, que tiene veinte años menos que él y que frecuenta el domicilio como un miembro más de la familia. A esos rasgos generales de las figuras del reparto se suman el fanático catolicismo militante de la hija y la homosexualidad asumida del hijo cincuentón, así como Lucas Muñoz, el novio de este. Lucas es un muchacho que tampoco resulta ajeno al devenir de esa casa, que le deslumbra porque en ella ha encontrado, además del afecto de su relación de pareja, una sensación de seguridad y protección que suple la pronta experiencia de la muerte de sus padres y que es explicada, con una inteligente precisión psicológica, por la voz que narra en una omnisciente tercera persona.
Podría suponerse que la aceptación paterna de la homosexualidad del hijo responde a un ambiente liberalmente relajado y tolerante en el heterodoxo hogar que aquí se nos pinta. Pero nadie más lejos que Pombo del clásico empalago de la corrección política. Dicha doctrina no prevé escenarios en los que, como ocurre en esta novela, pueda haber un gay moralista que juzga a su padre e insinúa en este una homosexualidad latente, o un padre que da la vuelta al mito de Edipo o salta directamente al de Crono (el Saturno romano) que devoraba a sus hijos. El conflicto de 'Retrato del vizconde en invierno' tiene, en efecto, su eje en las relaciones paterno-filiales. Horacio lleva mal el éxito literario de Aarón, así como que, en la novela con la que este ha obtenido el Premio Nadal y que se titula 'Espalter', como la calle en la que viven, el personaje central sea la madre muerta y él carezca de la menor relevancia en la trama. Pero hay más. Hay la entrada, en ese recinto claustrofóbico, de un factor nuevo y desestabilizador: el propio Lucas y la relación que establece con el padre de Aarón. Hay algo, sí, en el clima cargado que logra crear Pombo en esta obra que evoca al que creaba Visconti en 'Confidencias (Retrato de familia en interior)', una película en la que un viejo intelectual que había dado las espaldas a la vida se cuestiona a sí mismo cuando entra en contacto con las generaciones más jóvenes y en la que es el desafío al tabú sexual el que genera nuevas tensiones contradictorias (también los ambientes liberales tienen sus prejuicios) y desencadenan la tragedia. «La muerte de Elena nos confundió a todos, nos volvió desemejantes», afirma el propio vizconde en alusión a la esposa fallecida, para, acto seguido, definir su confortable vivienda como la antítesis del paraíso y compararla con «el lugar de la falta de semejanza, como llaman al infierno los viejos teólogos».
'Retrato del vizconde en invierno' es un texto que se apoya en referencias culturales, como 'El retrato de Dorian Gray', para ilustrar el drama de la vejez, y en una cuidadosa confluencia técnica de elementos para urdir un desenlace de tragedia griega. El carácter culto de su escritura no reside en los latinajos sino en ese mundo referencial. Que haya o no en la vida real un personaje al que «la estufa le parece el 'analogatum princeps' de su vida» no es relevante. Lo relevante es que funcione en la novela. Y funciona.
J. Ernesto Ayala
Todavía tengo en la retina (esa retina mental que todos tenemos), una imagen de Hemingway que me quedó leyendo una antigua biografía de Salinger publicada en EE UU en los años cincuenta. El autor de 'El guardián en el centeno' era oficial de inteligencia del ejército americano durante la Segunda Guerra Mundial. Participó en el desembarco de Normandía y su cometido era interrogar a los oficiales alemanes hechos prisioneros. Un día de esos, aparece por allí Hemingway dándoselas de héroe con una pistola al cinto. Parece que eso puso rabioso a Salinger, le molestaba ese aire que gastaba de intrépido mandamás. Debe de ser cierta esa anécdota porque Robert Capa cuenta cosas parecidas del autor de 'El viejo y el mar'. Después del desembarco, sabemos que Hemingway fue el primero en llegar al Ritz de París para introducirse raudamente en sus bodegas. Del gran escritor americano siempre tenemos esa imagen, o pescando voluminosos peces espada o cazando rinocerontes o asistiendo disfrazado de pamplonica en las fiestas de San Fermín. Ahora aparece 'En nuestro tiempo', un libro rigurosamente inédito en castellano.
Este libro se publicó en 1925. Es el primero de cuentos de Ernest Hemingway. Y es donde nace y se desarrolla su célebre protagonista Nick Adams. Si el lector echa mano de su memoria, recordará que uno de los cuentos canónicos del gran escritor norteamericano, 'Los asesinos', el que narra los hechos es el mismísimo Nick Adams. Es él mismo quien atiende en la barra de un bar a los que luego cometerán un asesinato. Nick Adams comienza su andadura en un cuento del libro que hoy presento titulado 'Campamento indio'. En este relato, Hemingway elabora inconsciente su teoría del iceberg, según la cual en una historia solo leemos la superficie, pero si leemos muy atentamente encontraremos la parte del iceberg que no se ve, su sentido esencial. Por eso no es casual que quien prologa este libro sea el escritor argentino, fallecido el año pasado, Ricardo Piglia. Precisamente de él tambien es otra teoría del cuento muy famosa, la cual nos dice que un cuento siempre cuenta dos historias. Ahora el lector tiene la oportunidad de oro de confirmar ambas teorías y de entrar en el territorio estilístico que tantos discípulos dejó después de su muerte. La brevedad, la concisión de su prosa y su laconismo premeditado. Raymond Carver hizo con Hemingway lo mismo que este hizo con Chéjov. Limitó la escritura innecesaria y la convirtió en una poderosa fuerza expresiva del alma humana, algo de lo que Hemingway sabía mucho. Estamos, pues, ante una edición histórica. ¡Bienvenida sea!
Pablo Martínez Zarracina
Conocimos a Henry Marsh hace dos años, a través de 'Ante todo no hagas daño' (Salamandra), unas ágiles memorias escritas al filo de la jubilación. Tras cuatro décadas ejerciendo la medicina y la cirugía neurológica, el doctor Marsh hacía un balance biográfico y profesional, situando al lector ante la rutina asombrosa de abrirle a un congénere la cabeza para reparar su cerebro y también ante algo no menos asombroso: la figura de un eminente cirujano que reconoce sus debilidades humanas y quirúrgicas y su disgusto ante una medicina cada vez más burocrática y deshumanizada.
Aquel era un libro que se leía con enorme interés. Participaba de esa virtud tan inglesa de escribir sobre la propia experiencia con inteligencia, claridad y humor, pasando por alto el detalle de que uno no sea escritor, sino explorador antártico, gimnasta olímpico, astrofísico o director de orquesta. Las páginas de 'Confesiones' conservan esa peculiar luminosidad intacta. El libro no puede sin embargo considerarse una segunda parte de 'Ante todo no hagas daño' sino más bien su pura y simple extensión. El narrador está exactamente donde estaba: a punto de jubilarse. Y sigue haciendo lo que hacía: operar en un hospital público londinense dominado por la «burocracia reguladora» y viajar a países menos desarrollados para implantar nuevas técnicas y formar a jóvenes médicos.
Sí se advierte en esta entrega una mayor preocupación por el propio futuro. «Pronto volveré a ser un miembro de una clase inferior, la de los pacientes, como lo era antes de convertirme en médico, y dejaré de ser uno de los elegidos», escribe Marsh. Además de un pellizco a la vanidad de sus colegas, la reflexión tiene mucho de composición de lugar: Marsh se acerca a los setenta años, se ha enfrentado a miles de tumores malignos, no cree en ninguna clase de trascendencia y vio cómo su padre murió vencido por la demencia. Al comienzo del libro explica que suele bromear con que, entre todos los cuadros y antigüedades que posee, nada hay más valioso que el botiquín de suicidio que esconde en casa.
Marsh, sin embargo, ni se hunde ni se resigna. Al contrario, compra en Oxford, cerca del lugar donde creció, una ruinosa propiedad. Gran aficionado a las herramientas, las reparaciones y la madera, su intención es contruirse allí, junto al río, con sus propias manos, un taller de ebanistería. Esa «caseta del guarda» funciona en el libro como un 'locus amoenus', aunque propenso a la maleza invencible y las visitas de los vándalos. El resto es lo habitual, un festín asegurado: apuntes autobiográficos, la estancia en hospitales de Nepal y Ucrania o la descripción de casos que resultaron significativos en la carrera del autor. Marsh es a ese respecto alguien capaz de escribir lo siguiente sobre un paciente al que trató hace cuarenta años: «Sé que le fallé a ese hombre y que fui un cobarde». Hay poco en el libro, sin embargo, de dramatismo, pose o solemnidad. El principal mérito de Henry Marsh es la construcción de una voz personal que resulta cercana, perspicaz y creíble, llena de información y encanto. Un libro tan honesto quizá no merecía, en su versión española, un título tan grandilocuente. El original, 'Admissions', hace referencia, de un modo más airoso, a los ingresos hospitalarios y a las realidades que se admiten.
Iñigo Linaje
Desde Oliver Sacks a Aurelio Arteta son muchos los escritores que en los últimos lustros han dedicado sus libros a temas tan poco amables como la vejez y la muerte. Son pocos, sin embargo, los que han abordado estos asuntos a través de la epístola, un género lamentablemente en desuso hoy en día.
Pedro Olalla lo ha hecho, y de forma notable, en su ensayo 'De senectute politica', que en realidad es una extensa carta dirigida a Cicerón: una misiva que recrea –bajo la forma del diálogo socrático– el estilo barroco y las preocupaciones del filósofo romano. Estamos, por lo tanto, frente a una doble rareza: la defensa de la vejez en un mundo que se pretende eternamente joven y la apuesta por una fórmula escritural que aún practican algunos espíritus rebeldes.
Si tradicionalmente se ha asociado la vejez a la decadencia intelectual y al conservadurismo, Olalla defiende la implicación del adulto en la vida pública lo mismo que el cultivo del conocimiento y el ejercicio de las relaciones sociales. Es más, si el tiempo presente está dominado por tiránicas oligarquías, aboga por un «viejo futuro» en el que los ciudadanos recuperen el mando de la política.
Por eso, si hay una preocupación latente a lo largo de todo el libro, es la vigencia de las democracias en Europa. Quizás –como subraya el autor– porque estas han perdido sus señas de identidad esenciales: las de un sistema que aspira a corregir las desigualdades pero abunda en lo contrario, en las tropelías, los abusos y la explotación de las clases más bajas. Magnífico tratado sobre el carácter inflexible del tiempo y la naturaleza humana, 'De senectute politica' hurga en esa herida.
Elena Sierra
Tienen las novelas de Siri Hustvedt una profundidad que las convierte casi en novelas de otra época. De otra, pero con temas de actualidad. Con temas de actualidad, pero con raíces que pueden llevar a los lectores a épocas pasadas, que conectan momentos distintos de la Historia a través de teorías covertidas en muy buenas narraciones. Así, en esta 'Todo cuanto amé' que recupera ahora la editorial Seix Barral, los años setenta, ochenta y noventa del siglo pasado se proyectan hacia la sociedad contemporánea –esa manera de describir el mercado loco del arte, las burbujas económicas y el esnobismo, y también la adolescencia del consumismo y las drogas, viejos 'ninis'–, hablando de cosas que podemos reconocer fácilmente hoy. Y, además, lanza también el hilo hacia un pasado lejano; lo hace cuando describe los inicios de algunas teóricas psicológicas, y cuando hace especial hincapié en el trato que la mujer ha recibido, históricamente, por parte de la profesión médica (de las llamadas histéricas a las jóvenes que dejan de comer, que se autodesaparecen controlando lo que ingieren). Es, también, una descripción de las sociedades sexistas y el dolor que generan.
Todo eso es transformado en ficción, en una lectura exigente, que engancha y obliga a pararse a reflexionar de vez en cuando, gracias a la mirada de Leo, ese historiador del arte que tiene como vecino a Bill, un artista que comienza siendo un desconocido y se va inflando a medida que trascurre la acción. 'Todo cuanto amé' es todo lo anterior contado a través de la vida de las familias de ambos, sus esposas y los trabajos intelectuales de éstas, sus ex, sus hijos, las rutinas compartidas, las pérdidas, el paso del tiempo, la vida.
Del portugués José Saramago conocíamos los 'Cuadernos de Lanzarote', que salieron en dos entregas en 1997 y 2002. A ellos se sumaron otros dos libros de anotaciones en 2009 y 2011 que eran recopilaciones de su blog, el segundo de los cuales se titulaba 'El último cuaderno'. No era el último. Alfaguara publica ahora, ocho años después de su muerte, 'Cuaderno del año del Nobel', un texto que se quedó, en palabras del autor, «agarrado al disco duro del ordenador» y que recoge el devenir diario de Saramago en el año en que fue reconocido por la Academia sueca. El volumen lleva asimismo un prólogo de su viuda, Pilar del Río, y se cierra con una recopilación de intervenciones públicas de aquel mismo 1998. En sus páginas el lector se encuentra con el Saramago crítico que arremete contra sus coetáneos.
'Un mar violeta oscuro' es la primera novela de Ayanta Barilli (Roma, 1969) y con ella ha logrado quedar finalista del Planeta en la edición de 2018. Cuenta las relaciones de cuatro mujeres con los hombres que han ido apareciendo en sus vidas. Elvira contrajo matrimonio con un ser diabólico que esparció alrededor el pánico y la demencia. Ángela, su hija, fue a parar a manos de un adúltero que no se ocupó ni de ella ni de sus hijas. Caterina, la tercera mujer de esa descendencia, se casó con otro canalla que la sumió en la desdicha. Y, finalmente, Ayanta, la cuarta mujer de la saga, cuyo nombre coincide con el de la autora, será la que sepa luchar por su libertad y por su felicidad, rebelarse ante la fatalidad del destino y ajustar cuentas tanto con el pasado familiar como con el sexo masculino.
Nacido en Lituania en 1914, de padre ruso y madre francesa, Romain Gary (pseudónimo de Roman Kacew) se convirtió en un autor de referencia del país vecino cuando publicó en 1944 'El bosque del odio', una novela nacida de sus vivencias como piloto de las Fuerzas Aéreas francesas durante la Segunda Guerra Mundial. Galaxia Gutenberg recupera ahora de su extensa producción 'Perro blanco', una novela que narra otra experiencia propia. En febrero de 1968, cuando vivía en Beverly Hills, Gary recogió un perro de la calle que se mostraba amistoso con todas las visitas que llegaban a su domicilio salvo con las personas de color. Ante este hecho, el escritor decidió reeducar al animal para eliminar de su conducta esos vestigios racistas. Curiosamente, dos meses después fue asesinado Martin Luther King.
Cuando Nom Pen, la capital de Camboya, cayó en manos de los Jemeres Rojos en abril de 1975, el periodista británico Jon Swain se encontraba en medio de ese infernal escenario y pudo presenciar las atrocidades que hicieron tristemente Historia. De hecho, él mismo estuvo a punto de morir ejecutado, un destino del que le libró la intervención de Dith Pran, intérprete del 'New York Times' y autor del reportaje que inspiraría al director de cine franco-británico Roland Joffé la película 'Los Gritos del Silencio', estrenada en 1984. 'El río del tiempo' es el estremecedor relato que Swain escribió sobre aquella sangría que en nuestros días se recuerda como el 'genocidio camboyano' así como una declaración de amor a la Indochina que el periodista conoció y un intento de pactar con sus dolorosos recuerdos.
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