Anna Grigórevna Dostoiévskaia fue, como su nombre indica, la esposa de Fiódor Mijáilovich Dostoyevski. Yo no sabía que había escrito unas Memorias hasta que encontré el voluminoso tomo (889 pgs.) en una librería. Hermida es la editorial y la edición y traducción son ambas cuidadísimas. ... Guardé la lectura para las fiestas navideñas. Me parecía que el frío diciembre era el momento ideal para recrear los rigurosos inviernos rusos. Pensé que el lapso de tiempo de estas vacaciones sería corto para tantas páginas. Me equivoqué, las he acabado, y no es ajeno a esta celeridad el profundo placer que me han producido.
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En principio, se diría que comprar las memorias de alguien cercano a un genio se hace movido por el deseo de conocer aspectos de la personalidad o la vida de este. Esa era mi aspiración inicial. Sin embargo, a medida que iba adentrándome en los capítulos, Dostoyevski fue haciéndose poco a poco un actor secundario. Anna, su segunda mujer, es una fascinante cronista y escritora. Su prosa, limpia, ágil, divertida, logra que el lector vaya siguiendo los detalles del devenir cotidiano de la familia y de la ciudad (San Petersburgo) y del país, con creciente interés y gusto. Se aprenden muchas cosas sobre época, política y lugar, y el relato tiene la capacidad de entretener, de subyugar. Anna es inteligente, sincera, simpática, desacomplejada, moderna. Su personalidad, que acaba siendo el meollo de la cuestión, nos descubre a una mujer de una increíble fortaleza. Nunca tiende a deificar a su marido, al que observa desde un punto de vista humano. Quizá su única 'dulcificación' es que pasa de puntillas sobre la espinosa cuestión de su ludopatía. Nos lo muestra a veces enfermo, celoso hasta lo patológico, poco práctico y demasiado idealista. Si alguien piensa que aquella joven taquígrafa se enamora del escritor y su aura, pero no del hombre, no tiene más que leer los fragmentos en los que desgrana la mutua seducción.
Anna fue básica para el bienestar del autor. Se ocupó de sus manuscritos, de sus deudas y finanzas, de la edición de algunas de sus obras, de la contratación de otras. Cuidó de su salud, educó a sus hijos y alejó a los parientes pedigüeños y a las visitas tóxicas. No se corta ni un pelo: pone verde a su hijastro (que en realidad no era hijo de Fiódor) y cuenta cotilleos impagables. Por tema y extensión parece una locura aconsejar un libro como este, pero la locura sería no leerlo.
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