![Albania, del búnker a los iconos](https://s2.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/201708/31/media/cortadas/albania_bunker-kwCD-U40679004950EHH-984x608@RC.jpg)
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Albania, ‘la tierra de las águilas’, según su denominación en idioma propio, es un Estado de reducidas dimensiones, algo menor que Cataluña o Galicia, y también de fuertes contrastes. Para empezar, el norte, más atrasado, habla el dialecto geg, distinto de la lengua oficial, el tosk del sur; sus usos y religión también difieren. Albania tiene fama de país muy violento, hasta el punto de articular en esa clave desde la Edad Media las relaciones sociales mediante el código de kanun, aplicación extrema del ojo por ojo en cuestiones de honor, vigente en las montañas del norte. Hoy es etiquetado a escala internacional como imperio de mafias. En sentido opuesto, el visitante puede apreciar una acogida hospitalaria y cordial, así como la ausencia de tensiones religiosas entre los dos tercios de musulmanes mayoritarios y los cristianos, quienes además detentan el símbolo nacional, el guerrero Skanderbeg, opuesto a la invasión turca en el siglo XV. En Tirana se encuentra la sede de los bektashis, la secta musulmana más tolerante y abierta a la fraternidad interreligiosa.
En Albania no hubo Partido Comunista hasta la Segunda Guerra Mundial, pero el Partido del Trabajo, protagonista de la victoria guerrillera antinazi, pasó a monopolizar el poder de 1945 a 1991, dando lugar a una tiranía solo comparable en dureza y excentricidades con la de Corea del Norte. Fue acuñada sobre el patrón maoísta, según ilustra la gran fachada del Museo Nacional en Tirana. Curiosamente en el curso de la agitada vida política albanesa, con elecciones limpias nunca reconocidas por los perdedores, el partido heredero del comunista encarna desde la revuelta de 1997 los valores democráticos, mientras que su adversario, el Partido Democrático, no solo es conservador, sino autoritario y más corrupto.
Tal vez ese reajuste del comunismo fue posible porque las cuatro décadas de dictadura consistieron en el dominio despótico de un hombre, Enver Hoxha, un profesor formado en Francia en los años 30, al igual que los jemeres rojos camboyanos al otro lado de la guerra mundial. Fiel a Stalin y a Mao, hizo de Albania una cárcel colectiva dirigida con mano de hierro. Incluso copió a su modo el modelo de la ciudad prohibida, con un barrio céntrico, el blok, de acceso cerrado por pequeños búnkeres y reservado para él y su inmediato círculo. Ahora es el espacio preferido de la juventud dorada, con el restaurante Era, donde se sirve el fergeze, guiso al horno con carne sobre fondo de queso.
El país quedó cerrado al exterior y blindado por cientos de miles de búnkeres, muchos aún visibles, como si temiera una invasión inminente. Según el patrón norcoreano, el mayor búnker (BunkerArt 1), en las afueras de Tirana, contenía un centro de comunicaciones e incluso un gran salón teatral. Un segundo búnker, en el centro, se ha convertido en museo de la represión y de los sofisticados métodos de vigilancia obsesiva a que estuvo sometido todo albanés. Fueron cuarenta años de denuncias, cárceles, torturas y ejecuciones. Su segundo, el exbrigadista Mehmet Shehu fue en 1981 ‘suicidado’. El delirante culto a la personalidad se reflejó en la construcción de una original pirámide de homenaje a Hoxha junto al blok. Su deterioro enlazó con el cierre de otro de los grandes símbolos del régimen, el Kombinat, especie de falansterio para la producción textil, asomado a una plaza que en su día presidió la estatua de Stalin.
Al otro lado del país, hacia el este, el falso paraíso de los trabajadores se convertía en paraíso real para Hoxha y su círculo próximo, en una residencia idílica de verano (VilaArt) junto al bellísimo lago Ohrid, compartido por Albania y Macedonia, cuya joya gastronómica, la trucha koran, puede desaparecer. Hoy la visita de VilaArt sirve de prólogo para encontrarse, apenas cruzada la frontera, con el monasterio de San Nahum, de original corte bizantino, rodeado de pavos reales, y poco más allá con la ciudad de Ohrid, de vistas deslumbrantes e iglesias decoradas con frescos de los siglos XI-XIV.
Junto a la iglesia Peribleptos, un pequeño museo anticipa en Ohrid lo que vamos a encontrar en Albania: una explosión de la pintura de iconos, desarrollada incluso bajo el dominio otomano. Al sureste, la ciudad de Korçe ofrece un espléndido museo de iconos, tropezando el visitante al entrar con un panel de doscientos, que invita a jugar a ‘¿dónde está Wally?’ En el piso superior, el protagonista es Onofre, a cuya espléndida combinatoria de colores, con un rojo estelar, se suma una audacia que desborda a las composiciones tradicionales. Al igual que sus colegas cretenses en el siglo XVI, Onofre experimentó la influencia veneciana, y su obra se difundió hasta Moldavia. Pintó sobre todo en la ciudad de Berat, en el centro-sur del país, y allí, en el marco de su fortaleza, le está dedicado un museo en la iglesia de la Dormición. Iconos suyos han pasado también al Museo Nacional de Tirana. Pero Berat no destaca solo por el rojo Onofre y sus paisajes, similares a los de otras ciudades asentadas sobre un eje fluvial envuelto en montañas. Conserva un armónico barrio de casas otomanas, un tekke bektashi y una preciosa mezquita pintada, la de los Solteros, pariente de la Ethem Bey de Tirana. Eso, más una buena gastronomía (Mangalemi) y un buen vino (Cobo).
En el regreso a la capital, cerca de Elbasan, por un camino de cabras puede llegarse a la mejor iglesia con frescos, la de San Nicolás. Los destrozos de la era Hoxha afectaron en cambio a las de Voskopoye (Korçe), en tiempos gran población de etnia valaca. La de San Nicolás, basilical, es su mejor resto.
Ya en Tirana cabe aun visitar el heterogéneo Museo Nacional, comprobar la huella de la Italia fascista en el urbanismo de los 30, y, desplazándose unos kilómetros al norte, ojear el simpático bazar de Kruja, junto al reinventado bastión de Skanderbeg.
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