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IÑAKI EZKERRA
Viernes, 30 de junio 2017, 16:37
La Reforma protestante estaba condenada desde su inicio a ser literariamente fecunda porque surgió ligada a la palabra escrita. No hay un paso en ella que no se dé con un documento, un texto, un libro por medio. Nace y crece a golpe de lectura, ... traducción y publicación en los carateres impresos diseñados por Gutenberg. Se gesta con la fascinación que siente Martín Lutero hacia la versión en griego que realiza Erasmo de Rotterdam del Nuevo Testamento en 1516, solo un año antes de las 95 Tesis, que a su vez fueron traducidas del latín al alemán y difundidas con una celeridad que ya anunciaba una nueva Era y que las convirtió en el primer best seller de la Historia.
La Reforma nace, así, acompañada de los grandes aliados de la literatura: la libertad y la transcripción a todas las lenguas vivas. Los impresores y traductores le dieron una difusión al fenómeno sin precedentes, que la Iglesia de Roma no sospechaba. De haberlo hecho, habría buscado el entendimiento para evitar el cisma. No entendió que era un fenómeno que sobrepasaba al propio Lutero y que respondía a lo que, dos siglos después, Hegel y los románticos alemanes llamarían «el espíritu del tiempo» (zeltgeist). Un ejemplo ilustrativo de ese hecho lo representa el propio Erasmo, que, por un lado encarna una religiosidad reacia al Papado y a la Iglesia como institución de un modo anterior y más hondo que el luterano, pero que a la vez no quiso tomar partido a favor de los católicos ni de los protestantes y conservó la amistad de Tomás Moro, a quien había dedicado su Elogio de la locura. Sin embargo, la misma Iglesia católica que canonizaría a este último fue la que metió todas las obras de Erasmo en el Índice, incluidas el Elogio y el mismo Enchiridion, que entusiasmó a Ignacio de Loyola hasta el punto de inspirar sus Ejercicios espirituales. La intolerancia produce esas paradojas: que el capitán de la Contrarreforma fuera un reformista erasmista o que el cristianismo tuviera que esperar a un hereje para leer la Biblia. La traducción que Lutero haría de la Vulgata al alemán en 1522 corrió, en su propagación, una suerte similar a las de sus 95 tesis. Como la que William Tyndale haría al inglés en 1526 a imitación de Lutero.
No menos difusión tuvo la Protesta de Espira de 1529 contra el edicto del Emperador Carlos V que pretendía acabar con la tolerancia religiosa. Hay dos documentos de la cultura protestante que unen ésta al más profundo espíritu de la literatura: el de ese texto alemán al que el nuevo movimiento religioso debe el nombre de protestantismo, y la Areopagítica, que es el discurso que escribió John Milton en 1644 contra la exigencia de licencias para la impresión que era una modalidad de censura. El primero es un verdadero alegato en defensa de la libertad de conciencia. El segundo, de la libertad de expresión y de prensa, que ha quedado como referencia para escritores y periodistas. Aunque nacido más de un siglo después de Lutero, Milton es el gran poeta de la Reforma en Inglaterra.
En la literatura europea
En Milton, nada puede entenderse fuera del contexto puritano del protestantismo, ni El paraíso perdido, su obra maestra, un poema épico de 10.000 versos centrados en la caída de Adán y Eva, ni El Paraíso reconquistado, obra que siguió a la anterior y que plasmaba la fe en la salvación humana a través de la relación directa con Cristo. A la cuestión de la salvación dedica su novela alegórica El progreso del peregrino John Bunyan, predicador y pastor baptista de Bedford en aquella misma Inglaterra conflictiva del siglo XVII en la que, por otra parte, se incubaron los primeros poetas metafísicos, que serían homologables al conceptismo del barroco español y entre los que cabe citar a George Herbert, clérigo de Benerton, cuya fe le elevó a la categoría de santo luterano, y adquiere en sus versos un tono entre modesto y coloquial acorde con la nueva religiosidad, o a John Donne, sacerdote anglicano que llegó a ser deán de la catedral de San Pablo, y cuyos Sonetos Sacros se hallan impregnados de un remordimiento y un temor a la eterna condenación que sintonizan con su idea de hacerse retratar amortajado unas semanas antes de su muerte.
Aunque representaba una ráfaga de aire fresco y regenerador frente al hermetismo de la Iglesia romana, la Reforma tuvo también aspectos fuertemente sombríos que van desde la rigidez de Calvino hasta cierta tradición de vates y abates pseudomísticos e iluminados que lindan con la extravagancia y dejan corto en negrura a nuestro Quevedo, en el que la tenebrosidad católica se equilibra con la sátira diurna y mundana. En esa tradición está el propio Milton, al que se le fue directamente la olla y pasó de la defensa del divorcio a la de la poligamia, o está también, ocupando ya un tardío lugar de honor a caballo entre los siglos XVIII y XIX, el William Blake que tenía visiones en las que lo visitaban el profeta Ezequiel, Voltaire o Jehová. Blake heredó de Milton un sentido de la misión poética esencialmente protestante en el que el mesianismo se mezclaba con el patriotismo en la tarea de fundar sobre el verdor de su isla «una Nueva Jerusalén». Sirva como contrapunto a esos excesos la ironía narrativa de los geniales sacerdotes anglicanos e irlandeses Laurence Sterne y Jonathan Swift.
En la literatura alemana pueden rastrearse loas a Lutero en Gotthold Ephraim Lessing, Johann Gottfried Herder y el mismo Goethe, que no por casualidad aborda, en el Fausto, el tema de la condenación. El rastro de Lutero puede seguirse en el ineludible ensayo de Weber La ética protestante y el espíritu del capitalismo e incluso en la crítica a los católicos que vierte en las Opiniones de un payaso Heinrich Böll pese a pertenecer él mismo a esa confesión. Entre los franceses, acusan una marcada infuencia protestante Teodoro de Beza, Clément Marot, Louis des Masures y Agrippa dAubigné, que cuenta en alejandrinos las crueles guerras de religión que le harían sentirse a Michel de Montaigne gibelino entre los guelfos y guelfo entre los gibelinos.
Protestantes y España
La literatura española no ha vivido jamás de espaldas a la cultura protestante porque esta le resultaba demasiado cercana religiosa y sentimentalmente. Se advierte su presencia en la generación novecentista y antes en la del 98, así como antes que en ambas en la propia novela del XIX: en la crítica a la hipocresía clerical que explicita La Regenta de Alas y más claramente aún en Rosalía, la novela de Pérez Galdós que descubrió el profesor norteamericano Alan E. Smith en 1979. Está en el Unamuno de La agonía del cristianismo; en la novela de Ramón J. Sender La tesis de Nancy (1962) y en la obra teatral de Joaquín Calvo Sotelo El proceso del arzobispo Carranza (1964). Está en el Jesús Fernández Santos del Libro de las memorias de las cosas (1971), en el Benet de El caballero de Sajonia (1991) y en el Delibes de El hereje (1998). La pista de la Reforma en nuestra literatura la podemos seguir en el Erasmo en España de Marcel Bataillon y en El pensamiento de Cervantes de Américo Castro, que hace especial hincapié en el peso del erasmismo en el autor del Quijote. Cervantes no fue un escritor de vuelo teórico pero plasmó esa herencia espiritual en los diálogos de sus personajes. Un ejemplo lo hallamos en la frase que pone en boca de la condesa Trifaldi cuando esta interroga a Sancho Panza sobre la penitencia que había de hacer por el desencanto de Dulcinea: «y advierta Sancho que las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada».
La Reforma está en los hermanos Valdés y en Fray Luis de León o en el trato directo con la divinidad que proponen Teresa de Ávila y Juan de la Cruz. En su obra Lutero y los protestantes en la literatura española desde 1868, Andrés Amorós nos hace reparar en un Machado que «imaginaba que el monumento filosófico erigido a los dos místicos españoles podía haber sido tan grande como el levantado por los nietos de Lutero en tierra tudesca de no haber aguao la Inquisición nuestras ascuas». Amorós hace esa reflexión interpretando el célebre poema en el que Machado expresa su esperanza de que Ortega y Gasset sea el aquitecto de esa obra española pendiente:
«Y que Felipe austero,/ al borde de su regia sepultura,/ asome a ver la nueva arquitectura/ y bendiga la prole de Lutero.»
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