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Viernes, 30 de junio 2017, 16:37
Esta es la historia de un recorrido de algo más de dos siglos que comienza en las puertas de la iglesia del palacio de Wittenberg en 1517 y termina en Leipzig en 1750. El camino que va desde la publicación de las 95 tesis de ... Lutero hasta la muerte de Johann Sebastian Bach después de haber sido durante 27 años kantor de la iglesia de Santo Tomás. Porque cuando Lutero abrió el debate teológico que llevó a la creación del protestantismo sentó también las bases de un nuevo uso de la música en la liturgia. Tan importante que la creación m usical de esos dos siglos no se entiende sin la influencia del nuevo culto.
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Lutero tenía una notable formación musical y tocaba bastante bien la flauta y el laúd. Pero, por encima de eso que podía no haber pasado de una simple afición, estaba convencido, como San Agustín, de que «cantar es rezar dos veces». Por ello, llevó esa máxima hasta sus últimas consecuencias y puso a cantar a sus seguidores en la lengua de cada pueblo, y no en latín, como sucedía en los templos católicos. Algo coherente con la pretensión del protestantismo de hacer participar a los fieles en los oficios. Con un género que destaca por encima de todos: el coral.
Durante décadas, los corales se basaron en viejas melodías y, canciones religiosas y temas populares profanos, para escándalo de los más radicales, que no veían con buenos ojos que músicas empleadas para tonadillas que ensalzaban la belleza de una muchacha, los placeres de la carne o el calor de un buen vino sonaran en los templos. Pero es que se trataba de que fueran temas sencillos y conocidos, de manera que los fieles pudieran cantarlos. Frente a los intérpretes profesionales de los oratorios católicos, el protestantismo buscaba aquí también dar la voz al pueblo.
Una figura profesional
El nuevo uso de la música en la liturgia promueve la proliferación de una figura poco habitual hasta ese momento: la del organista, maestro de coro y chantre. Con el paso del tiempo, a ese personaje le será encargado también, en las parroquias de mayores recursos, la composición de piezas para los oficios. Es lo que hizo Bach durante media vida: tocar el órgano, dirigir el grupo vocal e instrumental y escribir obras a razón de casi una por semana. De forma paralela, las escuelas incluyeron la música entre las enseñanzas obligatorias y los adultos podían mejorar su técnica en cantorías a las que acudían al caer la noche para recibir lecciones del chantre.
El organista se convirtió de la misma manera en un protagonista de la liturgia, adquiriendo un papel nuevo. Para ayudar a cantar al coro, improvisaban algunos compases que conducían hacia la melodía del tema correspondiente. Con el tiempo, esas improvisaciones se convirtieron en partes introductorias muy relevantes dentro de la propia obra. Y así, los mejores organistas, los más capaces de improvisaciones y adornos, comenzaron a ser muy solicitados en las más importantes iglesias de Centroeuropa. No hay más que recordar la fama de Buxtehude. Y que Bach recorrió a pie los casi 500 kilómetros que separan Arnstadt de Lübeck, donde vivía el maestro, para poder seguir sus lecciones.
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El protestantismo impulsó otros géneros además del coral. Ahí están los motetes, los himnos tan frecuentes también en la iglesia anglicana, las cantatas y las pasiones. No había festividad religiosa ni liturgia sin su propia música. Y los fieles acudían también a una parroquia o a otra para escuchar a un predicador, un organista o al coro local. Todavía hoy es frecuente ver en la puerta de muchas iglesias centroeuropeas el anuncio de las obras que se tocarán en una misa concreta y el o los intérpretes, junto al nombre del predicador.
El final de un proceso
La llegada del barroco añadió otro carácter a la música litúrgica. Con su gusto por la imitación de los sonidos de la naturaleza y lo teatral, también la música de iglesia se sofisticó hasta lograr efectos dramáticos de gran intensidad y juegos de armonías sorprendentes. Entre los sencillos himnos de Johann Walter, colaborador y ferviente seguidor de Lutero, y el Magnificat de Schütz hay 150 años pero parece que ha transcurrido una era glacial.
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No hay una coincidencia total en cuanto al papel de la música en la liturgia entre los promotores de las distintas ramas de la Iglesia reformada. Zuinglio, en Suiza, la rechaza casi totalmente para dar primacía absoluta a la palabra; Calvino, en Francia, la limita a algunas partes de las ceremonias y prescinde del órgano; en Inglaterra los himnos son interpretados por músicos y coros, no por los fieles, y en realidad no están muy integrados en la liturgia. Por todo ello, la música religiosa evoluciona de forma dispar en el continente, con un centro de gravedad nítidamente situado en lo que hoy es Alemania, en especial en las ciudades de Hamburgo, Leipzig, Erfurt, Lübeck y Halle. Allí se instalarán los principales compositores, aunque muchos de ellos lo harán después de haber viajado al centro de la composición de música religiosa católica durante el período barroco: Venecia. Por eso, la influencia de Monteverdi en Schütz es tan evidente como la de Gabrielli en la de Praetorius, por citar dos ejemplos.
Y al final del camino está Bach, descendiente de una familia de compositores e intérpretes que se prolongó en sus hijos. Centro de una constelación sin igual en la Historia de la Música en la que es el Sol en torno al que giran los planetas. Bach es la culminación de la música litúrgica protestante. Con él llega a un grado nunca visto de desarrollo y perfección. El músico de Eisenach no escribió solo música religiosa, pero esta ocupa una parte fundamental de su catálogo. Obligado a trabajar a destajo para disponer cada domingo y fiesta grande de alguna pieza nueva, Bach explora caminos nuevos, concede a los géneros litúrgicos una grandeza y una profundidad sin igual y trabaja sobre las proporciones de las alturas musicales en la creencia, generalizada entre los teólogos protestantes, de que Dios se había basado en una teoría semejante para su diseño de la Creación. De ahí que, además, no pocas de sus obras encierren enigmas matemáticos.
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El camino termina con su muerte. Porque después de Bach se compone muy poca música religiosa, al menos en comparación con los dos siglos anteriores. La música había comenzado a salir de las iglesias y los palacios y se estaba instalando en los teatros. Los compositores estaban a punto de dejar de ser empleados de las cortes y los obispos (Mozart lo intentó y lo consiguió solo a medias; Beethoven fue el primero que lo logró) e iban a empezar a trabajar para el público.
Por eso en las últimas décadas del s. XVIII y ya en el XIX se publican muchas menos obras destinadas a la liturgia. Y quienes las hacen ponen más el acento en la búsqueda de la belleza, en la esencia misma de la obra, que en su función de ser el acompañamiento de las oraciones, como había sido en su origen. Se observa con claridad en las pocas obras de índole religiosa que compusieron dos autores inequívocamente protestantes como Schumann y Brahms.
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