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Museo de la Fundación Louis Vuitton, situado en la periiferia de París. El edificio es obra de Frank Gehry.
Yo soy el museo

Yo soy el museo

La iniciativa privada ha reemplazado a la Administración en la expansión museística

gerardo elorriaga

Viernes, 5 de mayo 2017, 13:26

Los caminos de los grandes coleccionistas conducen a Venecia. El Palacio Venier dei Leoni, la espléndida residencia de Peggy Guggenheim con vistas al Gran Canal, fue un salón artístico que frecuentaron muchos autores de la generación 'beat' durante los años cincuenta, un lugar de encuentro para creadores y residencia ocasional de personajes como Truman Capote o Tennessee Williams. Transformada en museo en 1980, alberga actualmente una privilegiada selección de obras de Pablo Picasso, Paul Klee y otros grandes maestros del pasado siglo. No se trata de un caso aislado en la capital de la Serenísima República. Curiosamente, la antigua villa de la filántropa norteamericana se encuentra ubicada entre el Palacio Grassi y Punta Della Dogana, los dos edificios adquiridos y reformados por el empresario francés François Pinault para albergar sus ricos fondos de arte contemporáneo, posiblemente los más importantes del mundo.

Ambos han demostrado su interés por abrir al público los tesoros que han acumulado, característica común a muchos de los principales propietarios de obras, pero a sus legados no solo les separa un cuarto de siglo de existencia, sino también un concepto diverso del museo privado. Frente al trabajo personal de la apasionada marchante y su iniciativa estrictamente personal, destaca la ambición contemporánea de figuras como la del propietario del conglomerado industrial, capaces de formar grandes equipos para materializar su pasión y protegerla de todo futuro contratiempo. Actualmente, estos proyectos sustituyen a la iniciativa pública con propuestas tan ambiciosas como la que llevará a cabo el próximo año con la inauguración de una nueva sede en la vieja Bolsa de Comercio de París.

La historia del coleccionismo privado y su valiosa aportación a la sociedad cuenta con un capítulo importante, el que explica las instituciones de arte contemporáneo. Su presencia ha sido decisiva en Estados Unidos, aunque no se trata de un fenómeno exclusivo de aquel país, ya que, por ejemplo, en el origen de los museos Tate se encuentra Henry Tate, un comerciante de azúcar que abrió una galería para acoger el arte británico. En cualquier caso, al otro lado del Atlántico, su peso es determinante. La iniciativa de los ciudadanos ha construido y mantenido los museos de arte en un porcentaje que sitúa en el 90%, según señala la investigadora Chin-ta Wu.

Las elites han recurrido al arte como una herramienta para la diferencia social, tanto a través de las adquisiciones de obras como mediante donaciones a entidades. Durante el pasado siglo, a la distinción se le sumaron incentivos fiscales no menos apreciados por la alta burguesía. Desde 1917 para los individuos, y a partir de 1935 en el caso de las empresas, las aportaciones derivaban en deducciones de la renta imponible, lo que implicaba una interesante merma de la obligación tributaria. Esta medida y la rápida aparición de grandes fortunas gracias al consumo de masas impulsaron la aparición de coleccionistas.

Art of This Century, la galería neoyorquina de Peggy Guggenheim, fomentó el acercamiento de esa elite a la plástica contemporánea y la seducción la convirtió en la principal demandante del mundo cuando el planeta vivía tiempos turbulentos. Aún hoy, los aficionados yanquis mantienen su posición de privilegio incuestionable dentro del mercado, aunque Alemania y las potencias asiáticas manifiestan un relieve creciente. Según la Larry's List, la mayor base de datos sobre este privilegiado colectivo, el 28% de los 3.000 más poderosos reside en Estados Unidos, su perfil corresponde a un hombre de unos 59 años y el 37% manifiesta una extraordinaria actividad ya que son capaces de compaginar la gestión de sus posesiones, en continuo crecimiento, con la participación en consejos asesores y patronatos de entidades públicas.

Duras negociaciones

Muchas de aquellas posesiones se han disgregado en subastas, pero el destino de muchas otras ha sido la cesión a los museos como legados o su constitución en fundaciones. Ahora bien, existe una diferencia cualitativa esencial entre aquellos pioneros, los que conformaron sus fondos en la primera mitad del XX, y figuras actuales como el noruego Hans Rasmus Astrup, que hace cinco años erigió un edificio singular, diseñado por Renzo Piano, para mostrar en Oslo sus obras de Damien Hirst, Jeff Koons o Cindy Sherman. La estrategia legal es diferente y los medios empleados, mucho más cuantiosos.

Peggy Guggenheim negoció con las autoridades italianas el pago de aranceles por su colección y llegaron a un acuerdo estableciendo que el punto de envío era Suiza, no Estados Unidos, según cuenta su biógrafa Francine Prose. «Yo no soy una coleccionista, yo soy un museo», su famosa declaración de principios, sentó las bases de una manera de hacer que han hecho suya muchos de sus sucesores, empeñados no solo en disfrutar de sus adquisiciones, sino en convertirlas en entes autónomos ubicados en arquitecturas esplendorosas y destinados a sucederlos como si se tratara de descendientes con plena identidad.

Tal y como revela el informe sobre los grandes adquirientes, ese propósito se ha cimentado, fundamentalmente, a partir del año 2000. En esencia, los propietarios han dejado de negociar con sus fondos, han renunciado a integrarlos en patrimonios ajenos y se han constituido en entidades propias, capaces de dialogar con la respectiva Administración en condiciones de igualdad. Las cifras avalan su éxito. Nada menos que el 72% de los 317 museos privados abiertos hoy en día se ha constituido a lo largo de este período y ya percibe una diversificación geográfica. La capital surcoreana presenta nada menos que 13 incorporaciones en tan breve lapso de tiempo, frente a las 9 de Berlín y otras tantas de Pekín.

Las condiciones no eran tan favorables hace un siglo. La situación económica de la mayoría era mucho más modesta y la perdurabilidad de las colecciones solía depender de acuerdos entre los donantes y los consejos rectores de las instituciones, a menudo remisas a aceptar contrapartidas. Entre 1913 y 1950, el matrimonio de Walter Conrad y Louise Arensberg, guiados por Marcel Duchamp, un factótum para muchos emprendedores de la época, se hizo con importantes piezas de autores modernos y de la herencia precolombina. Tal y como sucede hoy en día, su objetivo era la creación de un centro que recogiera permanentemente su colección y negoció sin fortuna con una docena de entidades antes de donarla al Museo de Arte de Filadelfia. Un grupo de actores, entre los que se encontraban Vicent Price y Edward G. Robinson, trató inútilmente de que se asentara en el Instituto de Arte de Beverly Hills.

Las tornas han cambiado. La posición de fuerza de los museos ha menguado considerablemente en algunos casos ante la reducción de sus presupuestos y la necesidad del apoyo exterior. En cualquier caso, la aparición de nuevas entidades, a menudo asociadas a la construcción de edificios de nueva planta firmados por grandes arquitectos, evidencia la enorme facultad de autogobierno. Su auge contrasta con las consecuencias de una coyuntura recesiva que ha reducido los presupuestos culturales y, en consecuencia, anulado la iniciativa de las Administraciones. Las grandes fortunas, en cambio, no han manifestado, en líneas generales, esa precariedad e, incluso, en los últimos tiempos, ha aumentado el número de multimillonarios con vocación cultural.

Hubo un tiempo en el que las 'socialités' con intereses artísticos apoyaban museos, caso de Abby Aldrich Rockefeller, una de las primeras benefactoras del Museo de Arte Moderno de Nueva York, el emblemático MoMa, o Chester Dale, que cedió sus lienzos de Henri Matisse, Pablo Picasso o Salvador Dalí, a la Galería Nacional de Washington. No obstante, desde un principio, las más ambiciosas trabajaron con el horizonte de su perdurabilidad. Entre las pioneras podemos incluir a Mildred Barnes Bliss, capaz de solicitar una pieza a Igor Stravinski para celebrar sus bodas de plata y, paralelamente, adquirir un edificio a la Universidad de Harvard para situar su colección de arte de la Antigüedad.

Pero destacan dos fundaciones extraordinariamente ambiciosas, tanto por la personalidad de sus ideólogos como por los medios empleados. A principios del siglo XX, la patente y venta de un medicamento contra la gonorrea convirtió al joven Albert C. Barness en uno de los hombres más ricos de Norteamérica. Este médico y químico fraguó su enorme colección de pintura impresionista y posimpresionista durante la Gran Depresión, comprando a precios de saldo a los arruinados hombres de negocios.

178 obras de Renoir

El propietario de 60 cuadros de Cézanne, 44 de Matisse y 178 de Renoir creó su fundación para evitar que las instituciones se hicieran con sus fondos, tal y como había sucedido con los de su abogado. El magnate fue uno de los primeros conscientes de la capacidad depredadora de los herederos, a menudo confabulados con la Administración e instituciones para repartirse este tipo de posesiones. Su precaución le llevó no solo a crear su propia fundación y establecer un nuevo modelo, sino a establecer rígidos principios que evitaran la intromisión de extraños con clausulas tan draconianas como la limitación del acceso del público a la contemplación o la renuncia al uso de curadores.

No menos peculiar resulta la trayectoria de Duncan Philips, considerado uno de los mejores coleccionistas privados del país. Este crítico de arte, descendiente de un industrial del vidrio, responde a la tradición megalómana de aquellos coleccionistas que se plantean la creación de un itinerario, a través de obras emblemáticas, que sintetice la historia del arte. Su pasión y conocimientos le permitieron hacerse con un exquisito repertorio que conduce desde 'El arrepentimiento de San Pedro' de El Greco a 'El almuerzo de los remeros' de Renoir, y que protegió con su propia fundación, dotada de un programa de seguridad física y financiera como eficaces defensas ante todo peligro de disgregación.

Esa ambición tan solo ha sido replicada por magnates del petróleo como Jean Paul Getty, también empeñado en resumir la evolución de la estética a través de una recopilación de obras. La constitución de su magno conjunto tuvo otra estrategia, más rápida, basada en la más agresiva política de compras, un ansia que, hoy en día, parece solo al alcance de las fortunas personales de la Península Arábiga y Extremo Oriente, y, por supuesto, sus respectivas y blindadas fundaciones.

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