LUISA IDOATE
Viernes, 10 de junio 2016, 12:40
Corpiños, bustiers, corsés, miriñaques, polisones, calzones, ligueros y tangas. Son los protagonistas de la muestra Desvestidos: una breve historia de la ropa interior que el Victoria&Albert Museum de Londres ofrece hasta el 12 de marzo de 2017, analizando su evolución desde el siglo XVII ... hasta hoy y su reflejo de las costumbres, los roles sociales y sexuales, las normas morales y la innovación tecnológica. La lencería ha sido y es un espejo de la sociedad y una herramienta con variopintos resultados, en función de su calidad y visibilidad y de quién la maneje. Se ha usado como símbolo de poder, estatus, riqueza, valentía, sensualidad, recato, liberación y provocación. Inicialmente fue privativa de los hombres y las prostitutas. Hasta el siglo XVII los culottes eran exclusivos del varón. La lucha por llevarlos fue una pelea femenina por la igualdad, lo mismo que la quema de sujetadores protagonizada por las feministas en 1969 y el vendado pectoral con que algunas mujeres del Imperio Romano simulaban androginia porque la masculinidad gozaba de mayores privilegios.
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El V&A bucea en doscientas prendas íntimas de los tres últimos siglos, la más antigua, de 1740. Entre ellas se encuentran las bombachas de muselina de la madre de la reina Victoria de Inglaterra, de 1810, y una braga de 1950 que eleva los glúteos y fue diseñada para homosexuales, aunque luego triunfó entre las mujeres. Se exhiben prendas específicas para el deporte, el embarazo y la lactancia. Se recorre la evolución de los calzoncillos masculinos: desde los largos hasta los actuales, pasando por el Y-front de 1950 que podría parecer una pieza moderna. Abundan los corsés. Uno de 1890, hallado en Whitby (Inglaterra), hecho con varillas de ballena y lana, demuestra que esa pieza caló hasta en los estratos más humildes. Llama más la atención otro de 1770, diseñado para modelar una impensable cintura de 45 centímetros; a su lado, unas radiografías visualizan sus devastadores efectos corporales: desviación de columna, aplastamiento de diafragma, desplazamiento de órganos
En la exposición no falta la lencería contemporánea y masculina de Calvin Klein convertida en ropa exterior al sobresalir de los pantalones con su nombre en el elástico. La idea no es nueva. En el Renacimiento, la gente ya enseñaba la camisa a través del stratagli o acuchillado, unas roturas o aberturas en los trajes que dejaban ver la prenda interior, creando vivos contrastes cromáticos. La moda fue introducida en el Cinquecento por los lanzichenecchi o servidores de la tierra, una tropa mercenaria de origen alemán famosa por su arrojo que llevaba esas grietas en sus uniformes. Son las mismas que luce en su vestido Margarita de Angulema en un retrato firmado por Jean Clouet de 1530.
Calzones sexistas
No se puede precisar con certeza cuándo nació la ropa interior. Se sabe que los faraones ya usaban un pañal de lino como el encontrado en 1922 en el ajuar funerario de Tuntankamón (siglo XIV aC). Era privativo del varón. A las mujeres se las consideraba inferiores, y solo las cortesanas de alto nivel podían llevarlo. Por el contrario, en Grecia primaba la belleza masculina al desnudo y los hombres no usaban calzones, que eran atributo de los héroes. Por eso, en la Iliada, Homero dice que Aquiles y sus mirmidones se protegen los genitales en los combates con una especie de suspensorio. El primer sujetador conocido hasta hoy tampoco lo luce una mujer sino la diosa de las serpientes, una estatua de 1700 aC hallada en Creta. Es un cincho ancho que aprieta la cintura y eleva el pecho sin cubrirlo. Según la mitología griega, Hera recibió uno de la diosa del amor Afrodita y con él sedujo a Zeus.
En el Imperio Romano, preocupaba el aseo personal y se impuso el uso de ropa interior. Bajo la túnica, los hombres llevaban una prenda larga llamada subucula y el subligaculum, un taparrabos popularizado por los gladiadores en el circo tal y como enseña el mosaico libio de Zliten (siglo II). Las romanas sujetaban y realzaban los pechos con las mamillare o fascia pectoralis una banda de tejido fino y el strophium una cinta de cuero suave. En la parte inferior llevaban un short. Se aprecia en el mosaico de las chicas en bikini, de Villa Casale (siglos III y IV), Sicilia, donde ocho jóvenes con un top y un culotte practican distintos deportes. Las patricias romanas preferían ajustar el busto con una redecilla de oro o plata, mientras otras féminas del Imperio lo aplastaban con una tira; las primeras identificaban así su estatus y las segundas masculinizaban premeditadamente su aspecto, porque la femineidad limitaba las oportunidades.
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En la Edad Media, la religión impone austeridad y recato extremos. La vestimenta íntima lo manifiesta. Es recia, casta, sobria y espartana. En el ajuar de boda femenino, hay camisolas con una abertura para permitir el sexo y obstaculizar el placer. Así lo analiza el historiador y antropólogo Tim Labert. «La Iglesia consideraba el cuerpo humano como algo pecaminoso que debía ser ocultado; por eso, las licenciosas prendas de las romanas fueron sustituidas por camisones de cuerpo entero que las mujeres llevaban debajo del vestido». Ellas completaban el atuendo con calzas hasta la rodilla, al igual que los varones; pero no usaban sus calzones, que les estarán vedados hasta el siglo XVII. ¿La razón? Los galenos creían necesario proteger los genitales masculinos del polvo y la suciedad, y airear los femeninos para evitar que se pudrieran por su «natural humedad».
Cintura ancha, vetada
Catalina de Médicis, esposa del rey Enrique II de Francia, impone el corsé a sus damas en 1540. El ceñidor mantiene la postura erguida, aplana el pecho y estrecha el talle entre 12 y 32 centímetros. La reina no quiere cinturas anchas en la corte, las prohíbe. La prenda va emballenada por delante. Es incómoda y dolorosa. La monarca también impone el calzón. Lo exige a las integrantes de su séquito, para montar a caballo; sin él, las caídas de la montura podían resultar comprometidas. Finaliza así la pelea de las mujeres por el uso de la bombacha, que, paradójicamente, acabó convertida en una prenda femenina. Pero ants desencadenó una avalancha de opiniones, a favor y en contra. «La mujer honrada no lleva culotte», dijo Honorato Balzac. Algo que refuta un afiche publicitario de 1830 que proclama: «Quien lleva el culotte gobierna la casa». Más expedita, la escritora George Sand se vistió como hombre.
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En el siglo XVII, el corselette es tan popular como polémico. Es sinónimo de clase, distinción y elegancia. Los médicos advierten que esos asfixiantes bustiers deforman las vértebras, desplazan el riñón, y provocan desmayos y abortos. Pero, en vez de desaparecer, se sofistican y adquieren sensualidad. Son tan seductores que el modelo Gourgandine, de moda en 1694, bautizará desde entonces en Francia a las mujeres de mala vida. Los amarres del corpiño eran esenciales. La invención del ojal de acero supuso un avance tecnológico sin precedentes; con ellos, se ajustaba más y sin miramientos. Se crearon nuevas telas para fabricarlo, que lo hicieron más adaptable, resistente y atractivo para las usuarias. En el siglo XIX, es el rey de la lencería. Las amantes lo llevan vistoso; las esposas, modoso. Hasta 1900, las mujeres no se lo quitan de encima, física y metafóricamente hablando.
En 1906, comienza el ocaso del corsé. Al abrigo de los movimientos feministas y las denuncias médicas sobre sus perjudiciales consecuencias para la salud, el modista Paul Poiret impone una nueva silueta femenina, natural y de talle alto, que dice adiós a opresiones y varillas. Poco después, surge el sujetador o brassier. Hay dudas sobre su invención. Unos apuntan al francés Philippe de Brassiere, del que habría tomado el nombre; otros señalan a la feminista francesa Herminie Cadolle, que en 1889 fraccionó el corselette en dos piezas y creó el bienestar que asombró por su libertad de movimientos. Pero la gloria es para la norteamericana Mary Phelps. A la rica heredera neoyorquina, le contrarió que el bustier aflorara por el escote y arruinara su vestido de fiesta. Guiada por su camarera francesa, hizo un rudimentario sostén con dos pañuelos de seda y unas cintas. Recibió tantos encargos de sus amistades que patentó el invento en 1914 y lo fabricó con la marca Caresse Crosby. Le falló el márketing y fracasó. Vendió la patente a la empresa Warner Corset Company, que ganó con ella 15 millones de dólares. Pero el invento ya era viejo. Especialistas de la Universidad de Innsbruck hallaron en 2012 un sostén del siglo XV en el castillo de Lengherg, en el Tirol.
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