Virginia Urieta
Viernes, 20 de mayo 2016, 13:35
No hay telón. Ni focos. Tampoco camerino, butacas ni palcos, efectos de sonido o máquinas especiales para crear niebla y dotar el entorno de un ambiente especial. Sólo están ellos, los actores, ante un escenario completamente nuevo e imprevisible. Uno en el que no existen ... ni barreras ni paredes, y en el que su obra, si cabe, es más pura que nunca, porque fluye en su esencia más natural. Original e imprevisible. Es lo que tiene la calle: nunca se sabe lo que puede pasar. Puede que el teatro que sobre ella tiene ahora cabida, lejos de las salas, sea una vuelta a los orígenes, que concebían este arte como un baile mágico, un rito capaz de producir catarsis y enajenación. Ya no para asemejarse a las divinidades y asimilar su poder, como hacían aquellos coros de hombres que, disfrazados de chivos a modo de sátiros, entonaban cánticos en honor a Dionisio en la Antigua Grecia. Tampoco para adivinar el futuro ni clamar a la lluvia. Pero quizás con ese mismo espíritu, el teatro bebe de todas esas escenas que nacieron al aire libre, donde hoy tienen cabida todo tipo de artes, lejos de las salas. Y se trata de una disciplina que conserva su propio código, con distintos tiempos y ritmos, en una atmósfera que congrega todo tipo de estímulos.
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A pesar de haber sido considerada como la menor de las artes escénicas, relacionada con aquellos titiriteros que llegaban a los pueblos en carromatos para representar su particular función, se trata de un arte que en Euskadi va tomando auge, explica Ana López, directora de la Umore Azoka, que durante estos días convierte Leioa en epicentro de los artistas callejeros. «Siempre ha estado relacionada con las fiestas y con la cultura popular, aunque los procesos creativos de las artes de calle son exactamente los mismos que los de las de sala. Pero tiene una serie de dificultades añadidas: las posibilidades de exhibición, teniendo en cuenta el calendario un espacio cerrado se puede usar los 365 días del año, la calle, no y la climatología, que hacen que su trabajo se vea menos; la atmósfera, que al aire libre complica que la atención del público se concentre en el punto en el que sucede la acción; y que generalmente tienen menos ayudas por parte de las instituciones», revela López. A pesar de esas complicaciones, asegura que en Bizkaia existen muchas compañías que han apostado por la calle como escenario, y que este tipo de teatro «goza de buena salud. Hay ganas de crear y tejido artístico, aunque queda mucho por hacer: sobre todo conseguir que las artes de calle tengan la misma consideración que el resto a todos los niveles, tanto en programación como en salas de ensayo o municipios que apuesten por ellas».
Con otra mirada
A partir de sus 25 años de experiencia, Joserra Martínez, de la compañía Markeliñe, asegura que la principal diferencia entre el espectáculo de sala y el de calle es la mirada del público. «En un teatro al uso uno paga su entrada, se sienta, apagan las luces y centra toda su atención en lo que está a punto de ver. En la calle pasan coches, perros, hay ruido, te llaman al móvil porque no tienes por qué apagarlo y te detienes a hablar con la persona que tienes al lado La atención es diferente». Por eso, el actor que elabora un espectáculo al aire libre ha de ser capaz de «aumentar lo visible». Al menos de una manera más sencilla. «Sin luces, incluso una leve brisa puede ser la enemiga, con una tela que no se mueve como quieres por su estúpida aparición. Se lucha contra otros elementos», confiesa el actor. En la calle, además, el espectáculo es ocasional. «En la sala el espectador ha elegido qué ver, y cuándo. Es algo dirigido, mientras que fuera, puede quedarse o seguir su camino, porque lo más seguro es que se haya topado con una representación de repente».
Tal vez ahí esté la magia, en saber captar a esos espectadores en potencia. Aunque en un espacio con límites tan difuminados, resulta complicado por no decir imposible saber quién formará parte de ese público. Padres, madres o niños, adultos o jóvenes. Todo puede ser, y el guión ha de dibujar diferentes esquemas. «Hay que intentar llegar a todos ellos contando lo que quieras contar, y la forma de abordar las temáticas ha de ser determinada», explica Martínez. Su compañía, nacida en Amorebieta y una de las clásicas en el terreno de calle (ganó el año pasado del premio de mejor espectáculo con Andante en la Umore Azoka de Leioa) sabe bien cómo enfrentarse a eso. Tuvo que superar esa barrera cuando quiso representar sobre los adoquines una violación en plena guerra, algo para lo que hubo que recurrir a una metáfora a fin de que tanto adultos como pequeños entendieran el mensaje sin que resultara violento. «Hay que encontrar cierta poesía dentro de la dureza que acepta también el niño sin que resulte algo ofensivo. Y con ella se puede abordar cualquier tema».
La bilbaína Malas Compañías siempre ha estado ligada al teatro de calle, con el circo como eje conductor que nutre sus espectáculos. Este año, por primera vez, han presentado función en el Teatro Arriaga. Y la adaptación, dicen, no ha sido fácil. «Es un reto y un cambio enorme, sobre todo entender esa cuarta pared, en la que está el público, porque no se conecta igual con él en la calle», explica Mikel Pikaza, uno de los actores. «Se funciona de manera diferente. Los ritmos en sala pueden ir despacio, pausados, en silencio. Es algo que la calle no te permite: hay que ser más vivo, rápido y dinámico».
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Poesía y acrobacia
Eso acorta los tiempos: puede que una obra de una hora de duración se sostenga en una sala, pero no sucede lo mismo en el exterior. «Los momentos más poéticos se tienen que contrarrestar y equilibrar con los más acrobáticos, los que dotan la obra de movimiento y alegría. Hacen falta ingredientes muy potentes porque en la sala siempre tienes más licencias», explica Pikaza. Esa pared de la que él habla es la que se puede erigir como barrera insalvable si sobre un escenario no se conecta con un público distante, sentado, más impersonal. «Al aire libre esa conexión se construye con una mirada directa, que engancha desde el principio. Y es más difícil. Pero eso sólo te lo de la calle, es algo único». En ella, además, el espectáculo crece cada día de una manera diferente. Con una dinámica propia y especial que varía en cada rincón, ciudad o país. Algo que siempre enriquece, pero para lo que el público también ha de estar educado.
A este tipo de representaciones, solamente le queda por participar «en la investidura del Papa», afirma Garbitxu, director de Deabru Beltzak, que celebra su 20 aniversario con recorrido internacional. Porque ya han formado parte de actos que preceden o amenizan la celebración de los Juegos Olímpicos, de partidos de fútbol, de rugby o de diferentes eventos en los que despiertan la atención del público. Y es algo que, a su juicio, en el País Vasco está en auge, aunque en Europa sucede lo contrario. «Después de años de esplendor ahora hay países en los que te piden bajar el caché por la crisis. Pero aquí cada vez hay más compañías, se están creando otras nuevas y es más fácil actuar en la calle. Incluso grupos de sala comienzan a adaptar sus obras al exterior», explica. A su compañero Pikaza le gustaría que en Euskadi el teatro de calle «fuese adquiriendo valor como algo que sirve a todo el mundo, por su carácter democrático, y que no se conciba como una actividad meramente infantil. Porque tiene capacidad para disfrutarse, crear sueños y emocionar. Para eso y para mucho más. La cultura es un motor yel teatro de calle también».
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