Veinticinco años de fuego

iván repila

Martes, 12 de abril 2016, 14:56

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El inglés no sabía beber, pero era joven y a los jóvenes, como es sabido, se les perdona la falta de raza. Tenía poco más de veinte años y nadie estaba seguro de cómo había llegado al pueblo. Hablaba un español ridículo, desordenado, sin ... conjugar: «Vino, querer, otra». Suficiente, juzgaban los autóctonos, para comunicarse. A veces tenía dinero y a veces no. En la taberna sospechaban que lo conseguía en otros pueblos de la zona, más al sur, durante los días en que se ausentaba, sin dar explicaciones, con su pequeño bolso de piel de borrego. Si robaba en los caminos, si ayudaba en trabajos de labranza, si se prostituía o si gozaba, improbable pero no imposible, de las prebendas de un mecenas, era algo que nadie se atrevía a aventurar, porque en esos años ochenta hacer pronósticos contra terceros podía suponer, con mala puntería, una amonestación desagradable. Al pueblo, y de esto sí estaban seguros, sólo venía a beber.

Se llamaba William, pero con el tercer vaso pedía que lo llamaran Guillermo. «Güilermo», en su acento extranjero. Cuando pasaba a las jarras, como cualquiera que abusara de los caldos que preparaba Fermín, el tabernero, se descontrolaba y montaba el espectáculo. Era habitual que recitase poemas en inglés, o en un dialecto del inglés, o en un inglés doblado por la desinhibida flexibilidad del vino. A continuación, como siguiendo un riguroso libreto, intentaba sin éxito bailar con las dos o tres mozas, ya veteranas, que persistían en la fonda. Por último, se ponía melancólico o desagradable, según su ánimo; en el primer caso bastaba con barrerlo de la mesa a la puerta, y luego él, consintiendo el desplante, todavía llorando por no se sabía qué mujer cruel o qué madre perdida o qué patria pirata, daba tumbos hasta el camastro donde le dejaran dormir aquella noche; en el segundo, menos habitual pero más peligroso, participaba en broncas pendencieras con otros bebedores, o usaba las sillas de madera como arma arrojadiza contra enemigos invisibles, generalmente daneses, o se hacía cortes en brazos y piernas, mutilándose despacio, con el vidrio afilado de una botella rota. No era un tipo querido en sentido estricto, pero todos llegarían a admitir, más tarde, que le daba color al pueblo.

Fue precisamente por uno de esos arrebatos eufóricos que acabó marchándose. En aquella época visitaba con frecuencia el pueblo don Miguel, recaudador y hombre de cultura, antiguo soldado, preso en Argel, tullido en la batalla de Lepanto, conocido por su sangre fría y su mirada fiera, experto en armas, con un largo historial de fugas o intentonas en su currículo castrense, contenido y listo, en rigor un miliciano casi renacentista. Pocas bromas con él, decían todos: cuando no te humillaba verbalmente con su ingenio te marcaba en la cara una estría de sable con su mano buena. No era de mucho beber, pero sí de mucho conversar, y era común verlo hasta altas horas de la madrugada departiendo con unos y con otros sobre los temas más variados.

Una noche coincidieron ambos. El joven William iba ya por su quinta o sexta ronda cuando acertó a escuchar a don Miguel pontificando sobre el teatro de algunos contemporáneos suyos. Quiso participar de la conversación, y quizá durante unos segundos, si don Miguel hubiera estado atento a la edad del muchacho o hubiera medido el tono vehemente de su discurso, William habría resultado inofensivo. Pero don Miguel ni estuvo atento ni midió sus palabras, y la tercera vez que el inglés interrumpió su soliloquio lo despreció con un sonoro «No entiendo su español de torrezno. Mejor se calla usted y deja continuar a los mayores», que todos pudieron escuchar y al que esos mismos, quizá por miedo a la próxima recaudación o a un enfrentamiento, respondieron con una carcajada. William no entendió con claridad la frase del soldado, pero su alcoholemia sí le permitió intuir el desaire que aquel hombre envarado, medio manco, le había concedido. Su respuesta recordemos que era joven y era inglés y estaba ebrio fue, como no podía ser de otra manera, exagerada.

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Para sorpresa de todos, el extranjero sabía pelear. Entre los dos fulminaron la taberna por completo: cacillos, mesas y banquetas volaron durante minutos. Hubo gritos, confusión, tabiques nasales desviados. El combate incluyó, por activa o pasiva, a todos los presentes. Se rompieron botellas, huesos y salchichas; el suelo se bañó de orujo y panecillos; de las cinco ventanas, sólo aguantaron dos. William saltaba y arañaba como un gato, mientras que don Miguel, muy combativo, lanzaba cuchilladas e improperios con el mismo denuedo que en sus años de guerra. Por fin, el inglés logró zafarse de una última embestida y golpeó la rodilla de su adversario, que cayó al suelo. Y la disputa podría haber terminado ahí, con la victoria a los puntos del inglés, con el recaudador vencido en casa, y todos, magullados, tan contentos. Pero no: William tuvo la ocurrencia de devolver la humillación, y no contento con tener a su rival caído y desarmado, tomó el saco de tela que don Miguel llevaba siempre en sus viajes y lo vació sobre el firme enmarranado del local. Llovieron, sobre todo, papeles. Cientos de hojas manuscritas. Después, ante la asombrada mirada de los presentes, William vació sobre el botín la única botella que encontró completa. Y cogió una vela.

Los papeles ardieron en pocos minutos. Y el grito de don Miguel, mientras William abandonaba el pueblo para siempre, se escuchó desde Marchena hasta la Puebla de Cazalla, atizó el cielo de Sevilla y terminó en Toledo, muy lejos de donde se encontraban.

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1613

El español no sabía inglés, pero era viejo y a los viejos, como es sabido, se les perdona la ignorancia y el olor a orina. Acudía al Globe regularmente, o eso pensaban los habituales, que se habían percatado de su presencia los últimos fines de semana. Era alto, y a pesar de su edad caminaba erguido, como si se mantuviera en forma o como si tuviera un palo de escobón debajo del gabán, tirando de sus hombros. Por debajo de las patas de gallo y de las manchas, de las cicatrices y las cataratas, sus ojos desprendían una luz particular, intensa, de haber sobrevivido a más de una galerna. Por eso mismo, los rateros y las prostitutas y los niños enfermos y los traficantes no se acercaban a él y lo dejaban, durante las funciones, disfrutar de la obra. No hablaba con nadie, y permanecía quieto en su sitio desde el comienzo de los espectáculos hasta que se ponía el sol y terminaban. Luego desaparecía.

El Globe, situado a las afueras de Londres, en una zona colmada de tiendas de alimentos poco aconsejables, lupanares y carpas en las que se celebraban las famosas batallas entre bestias, «Tres perros contra un mono», rezaba uno de los carteles, era el teatro en el que tenían lugar las representaciones del más popular dramaturgo de la época: William Shakespeare. En el tejado, forrado de paja, un cañón anunciaba con una salva que la obra iba a dar comienzo

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Boom, sonaba. Y la gente miraba hacia el escenario.

Pero una tarde la mirada pasó rápidamente del escenario a la parte alta del teatro. Al principio vieron una lengua de humo y sintieron un olor ácido. Después, cuando empezaron los gritos y las señales de alarma, una alfombra de fuego empezó a devorar el Globe desde arriba, arrasando a toda velocidad cada uno de los pisos. La nube negra que desató, como una chistera mágica, pudo verse desde todos los barrios de Londres. Luego sobrevino el caos.

Las personas, en estos casos, se comportan de idéntica manera al fuego: corren en todas direcciones, se abren en abanico y saltan, como chispas, de un lugar a otro. Sucedió así, también, durante aquel incendio. Mientras algunos trataban inútilmente de cargar cubos de agua para sofocar las llamas, la mayor parte de los presentes huía para salvar su vida. Hubo aplastamientos, y cortes, y peleas absurdas, y gente tratando de robar un bolso o unas monedas. Hubo trozos de teatro volando por los aires, y barro, y agua sucia, y trozos de escenario ardiendo entre las manos, y ladridos. Hubo lágrimas y niños buscando sus zapatos, y actores caracterizados de oráculo actuando de bomberos. Lo que no hubo, por suerte, fueron muertes. Las llamas sólo se comieron la materia: la cuerda, la madera, los papeles.

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El Globe desapareció. Al anochecer parecía un tocón ceniciento, apenas cuatro palos negros anunciando un proscenio quebradizo como una corteza de pan. Una fina lluvia terminó por apagar las brasas y todo el mundo fue desapareciendo. Excepto William Shakespeare, por supuesto, que miraba el lugar con los ojos borrados por la pena. Tenía las botas manchadas de barro, las calzas llenas de quemaduras y pavesa, las uñas y las manos negras, el pelo revuelto. Sangraba del labio inferior, aunque no sabía por qué. Tal vez se había mordido a sí mismo. Algunos compañeros, igualmente afectados por la pérdida, lo rodearon. «The theatre!», gritaba William, «The work of years!» Les costó moverlo del lugar: pesaba como una roca, y decidieron sentarlo a unos metros de allí, en el suelo, con la espalda apoyada contra una cuba.

¿William? preguntó el español, acercándose a él. Parecía un espectro alargado que atravesara el humo. Su voz era firme.

El dramaturgo levantó la cabeza y lo reconoció inmediatamente. Era la segunda vez que se encontraban, y sería la última.

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¿Don Miguel? ¿Es usted? El acento español del inglés había mejorado considerablemente Oh, qué noche más extraña para volver a vernos, viejo amigo. Disculpe que no me levante, estoy ¿cómo se dice? Exhausta.

No se preocupe.

Leí su libro

El español entornó los ojos, sorprendido.

El Quijote. El ingenioso hidalgo. Fue publicado aquí el año pasado. En mi idioma, quiero decir. Reconocí su nombre. Desde que salí de España mis riñones guardan impecable memoria de aquella noche, y de su persona, si puede entenderme William rio sin ganas. Tendrá que disculparme por mi comportamiento de entonces: yo era joven, y fueron años locos.

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Don Miguel titubeó. Estaba preparado para una conversación distinta, que había imaginado durante años y que siempre, cualquiera que fuera el desenlace, terminaba con un pirata muerto. Lo que no estaba en sus planes, sin embargo, era el cariñoso afecto con que lo estaba tratando aquel joven salvaje, que no era, desde luego, aquella noche, tantos años después, ni joven ni salvaje.

Ese libro cambiará la historia, estoy seguro. Le enseñaría, si pudiera, una de mis últimas obras, Cardenio, inspirada precisamente en un capítulo de su Quijote. Pero me temo que, como tantas otras cosas, se ha perdido William miró hacia el lugar donde antes se levantaba el Globe.

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Sin saber qué decir, el viejo soldado se llevó la mano derecha al rostro. Olía a pedernal y a pólvora.

Pero dígame, por favor, ¿qué estaba haciendo aquí, en mi humilde teatro, tan lejos de su casa? Preguntó Shakespeare. ¡Tenemos mucho que contarnos!

Antes de responder, Cervantes escondió las manos en los abultados bolsillos de su sobretodo.

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