Mauricio-José Schwarz
Martes, 12 de abril 2016, 14:56
Era 1616 en Italia y la Inquisición ordenaba a Galileo Galilei que abandonara «la opinión de que el sol se mantiene inmóvil en el centro del mundo y de que la tierra se mueve, y en lo sucesivo no mantener, enseñar o defenderla en modo ... alguno, verbalmente o por escrito», y condenaba al libro de Copérnico que lo inspiraba, De las revoluciones de los cuerpos celestes, al índice de libros prohibidos por la Iglesia católica.
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Empezaba un enfrentamiento que culminaría en 1634 cuando Galileo, por su libro Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo, sería considerado nuevamente sospechoso de herejía, se le ordenaba «abjurar, maldecir y detestar» esas opiniones heréticas y se le sentenciaba a prisión domiciliaria hasta su muerte, ocho años más tarde. Su libro, y todos sus libros, incluso los que escribiera después, se prohibían.
La revolución científica en la que participaba Galileo, como la Ilustración, eran las hermanas gemelas del Renacimiento y sus ideas.
Las obras de Shakespeare y de Cervantes eran parte del naciente humanismo que, abandonando poco a poco las restricciones de la Edad Media, se replanteaba la relación del ser humano con Dios, el arte, el universo y su propia sociedad. Precisamente ese mismo año de 1616, uno de los padres de la Ilustración, el racionalista René Descartes, obtenía su doctorado en Derecho canónico y civil en la Universidad de Poitiers.
Revolución del saber
Una parte esencial de la revolución científica transcurrió durante la vida de los escritores. Sólo cuatro años después de nacer Cervantes, se fundaba el Collegio Romano, universidad jesuita que, sin embargo, albergaría a muchos nuevos científicos. En 1553 Miguel Servet proponía su hipótesis de la circulación pulmonar de la sangre, mientras que Andreas Vesalio, Realdo Colombo y Gabrielle Falopio ponían las bases de la anatomía como ciencia descriptiva y no especulativa.
Junto con Shakespeare, en 1564, nacía Galileo. Era el año de la muerte de Miguel Ángel, que a más de escultor en Roma, como solía firmar, y pintor, como arquitecto había abierto nuevos caminos con la cúpula de la basílica de San Pedro, que no se remataría sino después de su muerte.
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Alrededor de los genios inglés y español, el mundo cambiaba. Pedro Núñez renovaba la navegación, y Gerard Mercator creaba un nuevo sistema de proyección cartográfica. En 1572, Tycho Brahe atestiguaba la aparición de una supernova que parecía indicar, como un cometa poco después, que había cuerpos celestes más allá de la Luna y que los cielos no eran inmutables. Stevin proponía el uso de decimales en los cálculos y, en 1596, Kepler empezaba su apoyo a la visión copernicana. En la otra cara de la moneda, el racionalista y copernicano Giordano Bruno era quemado por hereje en Roma, en 1600, año en que William Gilbert publicaba sus estudios sobre imanes y electricidad, pioneros del método experimental. En 1608 se inventaba el telescopio en Holanda y en 1614 John Napier establecía las bases de los logaritmos, que simplificarían los complejos cálculos que requerían las nuevas ciencias.
Los cambios profundos e irreversibles que experimentaba la humanidad serían, además, parte integral del trabajo de los dos escritores, de su visión humanista, de su decisión por escribir sobre hombres y mujeres comunes... Y sobre las maravillas que prometían las ciencias, que atisbamos, inevitablemente, en el vuelo que el Quijote hace sobre Clavileño, surcando los cielos que observaba atento Galileo.
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