Falstaff, Sancho Panza y lady Macbeth, tres de los personajes mayores de ambos autores.

La humanidad frente al espejo

Imperfectos, poéticos y verdaderos, sus personajes superan el arquetipo para reflejar la complejidad de la condición humana

Pablo Martínez Zarracina

Miércoles, 13 de abril 2016, 11:31

Ningún autor ha creado un catálogo de personajes como el de Shakespeare. El número de sus criaturas que han terminado imponiéndose como modelos de la naturaleza humana solo puede causar asombro. Sin embargo, Anthony Burgess imagina en un relato titulado Un encuentro en Valladolid que ... Shakespeare conoce a Cervantes y no se resiste a apropiarse de lo único que no llegó a crear: «Me faltan el hombre gordo y el hombre flaco».

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Shakespeare fue capaz de registrar la infinita diversidad del corazón humano y modelar con sus matices criaturas llenas de fuerza, verdad y poesía. Al mismo tiempo, en otro lugar del mundo, Cervantes resumió toda esa complejidad en una pareja de vecinos de La Mancha que se echan al camino para «deshacer entuertos, prodigar el bien y evitar el mal». Los personajes de Shakespeare son dioses y demonios, héroes y bufones. Apenas nos dicen nada sobre su creador y nos lo dicen todo sobre nuestra condición. Los personajes de Cervantes son en cambio como cualquiera y nos lo dicen todo sobre su creador. Ellos encuentran la verdad y la poesía en su roce con el mundo.

Harold Bloom sitúa a Shakespeare y a Cervantes como los dos autores que nos son más cercanos y más inalcanzables. En su opinión, su «influencia concertada» define toda la literatura occidental. Son los escritores «inevitables». Sus personajes criaturas capaces de perfeccionar el arquetipo en la brevedad de un nombre propio son las modulaciones de un discurso que aún hoy nos interpela y nos define. En un truco de ventriloquía que no cesa, esos personajes nos hablan de nosotros mismos desde dentro de nosotros mismos.

Los héroes impuros

Una prueba de la grandeza de un personaje literario consiste en su capacidad para encajar teorías. Los realmente extraordinarios las admiten todas. Don Quijote y Hamlet funcionan a ese respecto como agujeros negros: absorben las interpretaciones y las devuelven mejoradas. Incluso las más insostenibles ganan con su cercanía. Sucede porque Hamlet y don Quijote, dos héroes seriamente imperfectos, prefiguran al hombre moderno que es al fin y al cabo un saco de teorías como no lo hace ninguna otra criatura de ficción. El príncipe de Dinamarca y el hidalgo de La Mancha son espejos anticipados en los que cada generación se ha visto reflejada con una precisión y una profundidad que no caduca.

En una famosísima conferencia de 1860 Turguénev definió a Hamlet y don Quijote como «los dos polos del eje sobre el que gira la naturaleza humana». Esa visión hizo fortuna: los grandes personajes de Cervantes y Shakespeare como dos extremos incompatibles. El hombre que apuesta su vida en la persecución de un ideal incuestionable y el hombre incapaz de apostar porque lo cuestiona todo, incluso a sí mismo. «Ser o no ser», dice Hamlet. «Yo sé quien soy», dice don Quijote.

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Sin embargo, la riqueza de Hamlet y don Quijote ni siquiera admite la simplificación del antagonismo. Tienen demasiado en común. Algunos problemas con la percepción de la realidad, por ejemplo. También la compañía de un único y leal compañero (el buen Sancho y el buen Horacio), un destino inevitablemente fatal o la constante danza al borde de un abismo impropio, que tiene que ver con lo ridículo en el caso de don Quijote y con lo patético en el de Hamlet.

Don Quijote y Hamlet son los primeros héroes modernos. Y lo son tanto que incluso sospechan de su posición, como si quisiesen guiñarle un ojo a la posmodernidad desde el siglo XVII. Don Quijote llega a saber de sí mismo como personaje literario y Hamlet habla del «teatro dentro del teatro» desde las tablas de un teatro. En opinión de Carlos Fuentes, ese gesto termina de hacerlos inmortales: «Ambos pasan de ser figuras inimaginables a ser arquetipos eternos mediante la circulación contaminante de géneros. Su impureza los configura».

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Femenino original

La Emperatriz de La Mancha, Dulcinea, y la dulce Julieta («¡Mirad cómo apoya en su mano la mejilla!»); la gentil Desdémona, víctima de los celos de Otelo, y la niña Leonora, víctima igualmente de su esposo, el celoso extremeño Carrizales; la noble Cordelia, hija de Lear, rey de Bretaña, y la semidoncella Maritornes, mujer pasional y generosa, «de un ojo tuerta y del otro no muy sana».

Son muchos los nombres que vienen a nuestra cabeza al pensar en las mujeres de Shakespeare y Cervantes. Algunos de ellos han devenido en símbolos de la feminidad, lo que demuestra el genio de sus autores. Que otros hayan hecho añicos esos arquetipos demuestra su grandeza.

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Lady Macbeth es uno de los personajes más malvados de toda la obra de Shakespeare, pero también uno de los más complejos. Su ambición de poder es máxima y el modo en que esa ambición termina corroyendo su propia naturaleza es asombroso. Suele decirse que lady Macbeth vampiriza la masculinidad de su marido, pero Chesterton ya vio que sucede justo lo contrario: lady Macbeth es «fuerte en un sentido muy femenino, que es quizá todavía más valeroso».

El modo en que Shakespeare pone en pie a una mujer tan poderosa es extraordinario. Más aún si recordamos cuándo lo hace. Bill Bryson anota a ese respecto que en toda la producción de su contemporáneo Marlowe no hay «un solo personaje femenino de fuste». Cervantes consigue algo equivalente, aunque en un sentido más luminoso, con un personaje que aparece en una de las historias intercaladas en la primera parte del Quijote. Se trata del episodio que cuenta el suicidio de Grisóstomo tras ser rechazado por Marcela, la pastora que ha decidido vivir aislada en los bosques para conservar su libertad.

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Marcela es un personaje de una modernidad llamativa. Por su discurso y por su profundidad. La joven asume con firmeza el precio de vivir sin dueño, y ese precio tiene que ver con su aislamiento, pero también con los destrozos que su voluntad impone a su alrededor. «Yo nací libre», dice dispuesta a no «buscar», ni «servir», ni «seguir» a ningún hombre. Su voz resuena en el Quijote con el brillo inconfundible de la maestría. Y entre las muchas palabras admirables que pronuncia, Marcela se define con uno de los alejandrinos más bellos de nuestra literatura: «Fuego soy apartado y espada puesta lejos».

Los mejores amigos

En un rincón del gran escenario puesto en pie por Shakespeare y Cervantes, aguardan dos hombrecillos rechonchos y parlanchines. No es solo su estatura lo que mantiene su pensamiento pegado al suelo. Ambos creen que los discursos y las hazañas que les rodean están bien, pero estaría mejor sentarse a comer algo. Y pedir vino. Uno de ellos es un labrador de La Mancha capaz de identificar «la patria, el linaje y el sabor» de cualquier fermentado de la uva. El otro es un inglés delincuente, glotón y mentiroso. También el mentor de un rey. Para beber prefiere «vino añejo de Canarias». Puede trasegarlo sin mesura mientras se pregunta si no queda virtud en el mundo.

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Sancho Panza es el escudero de don Quijote. Falstaff es el «ángel malo» de Enrique IV. Ambos crecen a la sombra de una gran figura y parecen destinados a ser su contrapunto. Sin embargo, los dos escapan de ese destino vicario para convertirse en dos criaturas deslumbrantes. Falstalff es el gran personaje cómico de Shakespeare. Sancho Panza es cuando menos la mitad del Quijote. A los dos les habría agradado su importancia. Son tipos prácticos. Lo primero que le dice Sancho a don Quijote es que no se olvide de la ínsula que le tiene prometida. Lo primero que le dice Falstaff al príncipe Enrique es que, cuando reine, mejore la reputación de «los guardias de corp de la noche», es decir, de los salteadores de caminos, entre los que se incluye.

Sancho es realista, modesto y sentencioso. El modo en el que se quijotiza es una de las maravillas del Quijote. Falstaff es un pícaro y el modo en que Enrique IV le parte el corazón es uno de los pasajes más emocionantes de todo Shakespeare. Sancho y Falstaff comparten la locuacidad, la cobardía y la certeza de que los pequeños placeres responden grandes preguntas. Ambos provocan as carcajadas que en Shakespeare y Cervantes adquieren la importancia de una filosofía. Los dos tienen las mejillas rojas y están llenos de defectos. Son los mejores camaradas que cabe imaginar. Y se parecen mucho. El príncipe Enrique llega a burlarse de Falstaff llamándole «Sir John Paunch», es decir, «Don Juan Panza», como si por un momento supiese del parentesco que le une con un personaje que aún no ha cobrado vida Enrique IV se estrenó cinco años antes de la publicación del Quijote muy lejos del Londres de Isabel.

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Parentescos

No es difícil jugar a encontrar esa clase de parentescos entre personajes de Cervantes y Shakespeare. Tomás Rodaja, el estudiante transformado por un filtro amoroso en el licenciado Vidriera, no desentonaría entre Ariel y Calibán, los sirvientes hechizados por Próspero en La tempestad. La compañía de cómicos que se cruza en el camino de don Quijote caracterizada para representar Las cortes de la Muerte podría incluir al bufón que, como hacen los actores con el hidalgo, le impone la cordura entre chanzas al Rey Lear.

Tampoco desentonarían Chanfalla y Chirinos, los pícaros propietarios del irreal teatrillo de El retablo de las maravillas en Noche de Reyes, esa pieza en la que, en opinión del doctor Johnson, la naturaleza organiza un espectáculo donde «las sombras parecen realidades». Incluso es difícil no pensar en Rocinante, un caballo que dialoga en endecasílabos al comienzo del Quijote, con Crab, el perro que termina convirtiéndose en el personaje más encantador de Los dos hidalgos de Verona.

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No hace falta, sin embargo, imaginar tanto. Cervantes y Shakespeare compartieron un personaje. En 1613 Shakespeare escribió en colaboración con John Fletcher una comedia cuyo protagonista es el desventurado Cardenio que don Quijote y Sancho se encuentran en Sierra Morena y se les presenta como El Roto. El privilegio de este Cardenio es único. Hamlet y don Quijote son sus hermanos. En su caso, sin metáforas.

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