José María Pou (Mollet del Vallès, Barcelona, 79 años) conoce las bambalinas del teatro Arriaga desde antes de las inundaciones. En su escenario ha sido Sócrates, Orson Welles, el capitán Ahab. Personajes imponentes que nada tienen que ver con el protagonista de 'El padre' (desde ... el 11 al 14 de enero), un hombre acechado por la demencia senil que empieza a dudar de su mente y de sus seres queridos.
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La obra, que su autor, Florian Zeller, llevó al cine con Oscar incluido para Anthony Hopkins, adquiere un nuevo significado tras la pandemia, apunta Pou. Bilbao es el inicio de la gira en castellano tras casi 200 funciones en catalán. En cincuenta años de carrera, el actor nunca ha visto a tantos espectadores aguardándolo a la salida del teatro para contarle que en su familia sufren el mismo drama.
–Este hombre se ve a sí mismo como «un árbol al que se le empiezan a caer las hojas». Sentirse perdido en el propio hogar debe ser pavoroso.
–No reconocer tu espacio habitual debe ser terrible, es algo casi metafísico. Los primeros síntomas del personaje son dudar de si está en su casa o en la de su hija. ¿Quién se ha llevado los muebles? Después ya pasa a no reconocer a las personas.
–Cuando se sufre esta enfermedad, ¿se es uno mismo o se es ya otra persona?
–Mi personaje es un hombre lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que algo está pasando en su interior. Le están robando fragmentos de su memoria, como si le arrancaran hojas de su diario personal. Que roben tu biografía debe ser tremendo, sentirte borrado del mundo. Yo, por herencia de mi padre, que archivaba todo, no concibo perder un solo papel.
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–'El padre' tiene un punto de thriller, porque este pobre hombre se cree víctima de un complot.
–Eso se potencia en la obra teatral: el sentido de pérdida, desorientación y deterioro progresivo. El espectador vive en primera persona lo que le ocurre al protagonista, atraviesa su estado de confusión.
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–'El Rey Lear', la obra y el personaje de su vida según ha confesado, también están presentes en 'El padre'.
–Sí. Ambas son historias sobre un hombre que está perdiendo su mundo. Lear decide abandonarlo todo, renacer desnudo en los acantilados de Dover; en 'El padre', hay un hombre que vuelve a convertirse en un niño que, llorando, llama a su madre.
–Para un actor, ¿perder la memoria es doblemente doloroso?
–Es el fin. Más allá de tu talento, la memoria es una herramienta imprescindible del actor. Todo nuestro trabajo pasa por aprenderse unos textos de memoria. Yo he vivido muy de cerca ensayos con actores mayores que abandonaban a los pocos días porque eran incapaces de memorizar. Ahora tenemos a Carme Elías, que sufre alzhéimer a una edad relativamente joven. Y recuerdo a Berta Riaza, una de las más grandes actrices de este país, que no pudo seguir trabajando cuando estaba en su mejor momento. Es curioso, porque he hablado con neurólogos que me han dicho que los actores tenemos una ventaja frente al alzhéimer, que es trabajar con la memoria. Por eso se recomienda a la gente mayor que haga crucigramas.
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–No me resisto a preguntarle por Ventura Pons, fallecido este pasado lunes.
–Yo volaba de Barcelona a Bilbao y al aterrizar tenía decenas de mensajes. Un shock brutal. Era mi amigo y le estoy muy agradecido de que fuera el primer director de cine que confió en mí para darme un papel protagonista en 'Amic/Amat', una película muy valiente. Es mi mayor orgullo en el cine. Viajamos juntos por festivales de toda Sudamérica y era muy querido, en España no se le consideraba en los últimos años igual que en el extranjero. Ventura deja un legado de más de treinta películas producidas por él mismo.
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–1974. 'Una mujer prohibida', con Esperanza Roy y Ramiro Oliveros.
–Huy, mi primera película. Al final, he hecho más cine del que pensaba, el último papel con Víctor Erice en 'Cerrar los ojos', que lo escribió pensando en mí. Un premio a mi carrera. Hice 'Una mujer prohibida' porque vino a verme al teatro el productor Luis Sanz, el descubridor de Rocío Dúrcal. El primer día de rodaje estaba muy nervioso. Hacía de inspector junto a Fernando Guillén. A poco me echan, porque un policía que tenían de asesor les dijo que yo no podía hacer de secreta con mi 1,95.
–Desde que debuta con el 'Marat-Sade' de Marsillach en 1968 tiene claro que su carrera va a ser una preparación para ser actor de verdad a los 50 o 60 años. ¿Se ha convertido ya en el actor que quería ser?
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–Puede parecer vanidad, pero desde hace diez años me encuentro muy a gusto conmigo mismo. He sido un privilegiado porque he tenido trabajo continuo en espectáculos maravillosos. Yo tenía que tener paciencia, porque mi físico no era habitual. A todos se nos pedía que fuéramos galanes, y yo era alto, raro y desgarbado. Pero nunca me faltó trabajo. A pesar de no ser el chico guapo, me seguían contratando y resultó una ventaja, porque me daban personajes mucho más atractivos. Estaba deseando ser mayor.
–Y ya lo es.
– Todo encajó con una función. Yo me sentí actor por primera vez, sin tener que pedir perdón a nadie, cuando hice 'El rey Lear' hace diez años con Calixto Bieito.
–Se ha gastado buena parte de lo que ha ganado en viajes y libros.
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–Mira, el domingo termino en Bilbao y el martes me voy a Londres cuatro días a ver cuatro espectáculos y comprar unos cuantos libros. Me ha gastado la mayor parte de mis ingresos en viajar al extranjero a ver teatro y en comprar discos y libros. Por suerte, ya no hay que pagar como antes el exceso de equipaje. Me compraba maletas únicamente para llenarlas de música y lectura. Y estoy absolutamente convencido de que he aprendido mucho más viendo a los demás hacer teatro que haciéndolo yo. Mi gran escuela de actor ha sido ser espectador en Londres, París... Sí, disfruto más siendo espectador que actor.
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