'Los girasoles' de Van Gogh se están marchitando. «Se ha descubierto mediante análisis químicos. Su amarillo oscurece con el tiempo», advierte Oskar González Mendia (Llodio, 1983). Es una de las muchas curiosidades que cuenta en su libro 'Por qué los girasoles se marchitan' ( ... Cálamo), en el que la tabla periódica -«una de las más maravillosas creaciones del ser humano»- le sirve de guía en un apasionante recorrido por el uso de los elementos químicos en el arte. Desde los bisontes de Altamira hasta 'La variante ovoide de la desocupación de la esfera', de Jorge Oteiza, plantada frente al Ayuntamiento de Bilbao.
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González Mendia es especialista en el análisis de fármacos y, a su regreso hace cinco años de un posdoctorado en la universidad holandesa de Leiden, se reincorporó al Departamento de Química Analítica de la Facultad de Ciencia y Tecnología de la UPV, donde hizo el doctorado. «Empecé a trabajar como profesor interino, y una de las asignaturas que me tocó fue la de Química Básica para estudiantes del Grado de Conservación y Restauración de la Facultad de Bellas Artes. El conocimiento de la química es clave para la conservación del patrimonio».
Al volver profesionalmente la mirada hacia el arte, descubrió «historias preciosas relacionadas con la química que no conocía» y empezó a contarlas en el blog de la cátedra de Cultura Científica de la UPV. Ahí, en el 'Cuaderno de Cultura Científica', brotó el germen de un libro que nos hace retroceder a tiempos, no tan lejanos, en los que los artistas elaboraban sus pinturas, a veces con sustancias carísimas o tóxicas. Entre las primeras, destaca el azul ultramar o lapislázuli, que «llegó a ser en la Edad Media más caro que el oro»; entre las segundas, el amarillo cromo de los girasoles de Van Gogh, el mismo tono de los taxis de Nueva York y los autobuses escolares estadounidenses, aunque la pintura de estos ya no sea tóxica.
«Ahora compramos las pinturas hechas. Puede parecer una tontería, pero que se empezase a meter el óleo en tubos fue un avance increíble y explica que los impresionistas pudieran salir a pintar al exterior. En la Edad Media, el artista se hacía sus pinturas: tenía que comprar el pigmento y mezclarlo con huevo si pintaba a la témpera o con aceites si lo hacía al óleo», explica el químico. En su libro, el lector descubre, entre otras muchas cosas, si a Napoleón lo mató su afición al verde de Scheele, si hay restos de momias triturados en algunos cuadros y cómo un pigmento puede desenmascarar a un falsificador.
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Para González Mendia (@Oskar_KimikArte en Twitter), «la química nos ayuda a entender mejor las obras de arte. Hay quien puede pensar que, cuanto más entiendes una obra, más le quitas la magia. Yo creo que entenderla la hace todavía más interesante». Pone como ejemplo 'La joven de la perla', de Johannes Vermeer: «Cuando piensas que para el turbante usó un pigmento traído de Afganistán como el lapislázuli, te sorprende que, sin ser entonces un pintor que nadase en la abundancia, pudiera acceder a él». Hasta principios del XIX, cuando se sintetiza en el laboratorio y su precio se desploma, el azul ultramar es tan exclusivo que, «cuando un mecenas encargaba una obra a un arista, el lapislázuli se negociaba aparte». Pero eso no significa que los pigmentos artificiales sean algo reciente, ni mucho menos.
Se considera que el azul egipcio fue hace unos 5.000 años el primero creado por el ser humano. «Pero hay teorías, todavía no del todo confirmadas, que apuntan que los humanos prehistóricos ya descubrieron que, calcinando el ocre amarillo, podían conseguir ocre rojo», indica González Mendia. Para los, cómo él, amantes de 'Los girasoles' de Van Gogh, tiene un mensaje tranquilizador: «Es cuestión de tiempo, pero conocer estos secretos nos permite establecer las condiciones para que se marchiten los más despacio posible».
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