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Heini Thyssen tuvo siempre intacto su halo mundano, un aura de vitalismo epicúreo que sirvió en los medios y en el 'grand monde' para resaltar hasta la saciedad y por herencia, experiencia y fortuna su disfrute del arte, del vino y las mujeres. «Un célebre ... desposador en serie de diosas terrenales», dijo de él Simon de Pury, subastador legendario y conservador de la colección del barón en Villa Favorita.
Cierto, pero en Heini Thyssen había mucha más profundidad, sagacidad y pasión coleccionista que frivolidad o superficialidad. Porque de su astucia y preparación para mantener el imperio industrial heredado de su familia está todo dicho. Y lo mismo de su olfato y pasión por incrementar en calidad y cronología la fabulosa colección que había pertenecido a su saga. Le conocí pocas semanas antes de la apertura del museo en Madrid, recorriendo las salas mientras le hacía una entrevista. Miraba cada obra con placer evidente y hasta recordaba con exactitud matemática las vicisitudes de cada subasta y el precio de su remate, sobre todo el de los cuadros que tuvo que recomprar cuando sus hermanas lograron la dispersión de la colección a la muerte de su padre, en 1947. Contó que para este último el arte había terminado en el siglo XVIII, pero que él había comprendido en los primeros 60 la importancia del XIX y las vanguardias históricas, un periodo clave en la calidad de su colección.
Seguramente la opinión pública desconozca la función social que el barón atribuía al arte y al coleccionismo, pero su decisión de llegar a un acuerdo con el Gobierno español -sin duda impulsada por Tita Cervera y con un precio muy inferior al del valor real de la colección o al de otras ofertas superiores- fue tan generosa como ilustrativa de un talante mucho menos que posesivo. Antes de despedirme le hice ver que hasta la llegada de su colección solo había un cuadro de Gauguin en los museos españoles, el del Bellas Artes de Bilbao. Se sorprendió, guiñó un ojo y dijo con suficiencia: «Bueno, yo tengo tres…».
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