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Tras pasar por el cine y la publicidad ahora la corrección censora que nos arrasa también ha llegado a las fronteras del arte y los museos, donde hasta el Metropolitan de Nueva York ha tenido que hacer frente y denegar la petición avalada por 8. ... 700 firmas para que se retirase el cuadro de Balthus, ‘Teresa soñando’, sobre el que pesaba la acusación de incitar al ‘voyeurismo’ y a la pedofilia. Pintada en 1938, la obra representa a una joven de 12 o 13 años en una sugestiva posición que algunos han considerado como lasciva.
Naturalmente los reprobadores de la obra de Balthus no distinguen entre la dimensión humana, inteligente y creativa del erotismo, y la perversidad malsana y enferma que presumen en la obra. Les pasó lo mismo con el icónico bikini de esclava que lucía la princesa Leia en ‘El retorno del Jedi’ o incluso con los destapes humorísticos de las chicas en muchas de las películas de James Bond. Por eso el Metropolitan ha hecho bien al negarse a retirar el cuadro de Balthus, aunque se ha echado en falta que su respuesta no haya sido más contundente a la hora de reflexionar sobre lo excesivo de esta ola de revisionismo moral. Porque con un poco más de contundencia, seguro, hubiéramos evitado que en breve se acabe acusando de pornógrafo a Courbet, de pedófilo a Nabokov o de maltratador a Humphrey Bogart.
Obligación moral
La vieja reclamación que pesa sobre un cuadro de Pisarro albergado en el Museo Thyssen de Madrid ha vuelto de nuevo al primer plano de la actualidad, cuando un Tribunal de Apelaciones norteamericano ha rechazado la petición del museo y del gobierno español para que no se celebre un juicio en el que eventualmente debería decidirse sobre la propiedad del cuadro. La obra de Pisarro ‘La rue Sain Honoré después del mediodía’ colgaba de las paredes del salón de la casa de Lilly Cassirer en Munich.
En 1939 su propietaria se vio obligada a venderla a un marchanta nazi por un precio irrisorio a cambio de un pasaporte que la alejara de los campos de exterminio. El barón Thyssen adquirió la obra en 1976 de forma absolutamente legal y posteriormente el cuadro integró la colección del museo madrileño. La batalla legal por la obra comenzó en 2006, cuando los descendientes de la familia Cassirer conocieron que el cuadro pertenecía entonces al Museo Thyssen. El asunto es verdaderamente complejo, toda vez que si por un lado está claro que el barón compró la obra legalmente y de buena fe, por otro también es cierto que Lilly Cassirer fue indemnizada al efecto por el gobierno alemán tras la II Guerra Mundial. Ahora bien, tampoco se puede olvidar que la Conferencia de Washington de 1998 sobre obras expoliadas por los nazis obliga al gobierno español a restituirlo. Y además, esto es lo más importante, el Museo Thyssen tiene una obligación moral con respecto a la familia de una víctima del expolio nazi.
¿Copia o reproducción?
El auge extraordinario del diseño industrial en las subastas y, sobre todo, de los muebles creados por los grandes diseñadores en un periodo comprendido entre el Art Nouveau, el Art Decó y el siglo XXI está dando lugar a una creciente discusión en torno a la autenticidad de las piezas y a la vigencia de los derechos de autor. Naturalmente, una pieza original de Eileen Gray, de Charlotte Perriand, de Harry Bertoia o de los Eames se cotiza y se remata a precios astronómicos. Ahora bien, muchas piezas idénticas de los mismos diseñadores que han sido reproducidas de forma industrial en los últimos años pueden ser adquiridas a precios mucho más que asequibles.
Con el objeto de lograr una protección más efectiva para los derechos de autor, algunas legislaciones como la inglesa han extendido la vigencia del copyright desde los 25 a los 70 años. En otros supuestos el problema también tiene que ver con la posibilidad de ‘falsificaciones parciales’ de piezas cuya antigüedad es difícil de demostrar. Este es el caso de una demanda que se ventila estos días en los juzgados franceses contra una eventual falsificación de dos sofás y una mesa del arquitecto, diseñador e ingeniero Jean Prouvé, cuyo precio de venta ascendió a 213.000 euros. El juez francés ha sostenido al respecto la dificultad de probar la falsificación de unas piezas creadas de forma industrial por el propio Prouvé. Y es que, como decía Lavoisier, nada se crea y nada se destruye porque todo es copia.
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