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Iñigo Gurruchaga
Martes, 11 de febrero 2020, 17:23
Visitar la exposición 'William Blake' en el museo Tate Britain recuerda el comentario sardónico de T. S. Eliot sobre el lugar que ocupaba el poeta, grabador y pintor romántico en la sociedad artística de 1920, el de «un salvaje animal de compañía para los supercultos». Una densa procesión desfila silenciosamente por las salas, absorta en ángeles o monstruos dibujados con extraordinaria imaginación.
En su breve perspectiva sobre Blake, en su primer libro de ensayos, 'The Sacred Wood', el bosque sagrado, Eliot intentaba rescatar a su poesía de la extrañeza que provoca la placida asimilación de la obra de los revolucionarios por el 'establishment' cultural. Pero el caso del artista londinense era ya en esa fecha aun más chocante. Su poema Jerusalén se estaba convirtiendo en un himno nacional.
«¡Y caminaron esos pies en tiempos remotos sobre el verde de las montañas de Inglaterra! ¡Y fue entonces el Sagrado Cordero de Dios visto en los agradables pastos de Inglaterra! ¿Y brilló el Divino Semblante sobre nuestras colinas nubladas? ¿Y fue Jerusalén construida aquí, entre esas fábricas oscuras y satánicas? Traedme mi arco de oro ardiente, traedme mis flechas de deseo, traedme mi lanza, abríos, oh, nubes. ¡Traedme mi carro de fuego!»
Cuando en 1916 la guerra causaba espantosas carnicerías, el Poeta Laureado del monarca, Robert Bridges, incluyó esos versos en una antología que publicó para animar a la población. Pidió al compositor Hubert Parry que les pusiera música. Edward Elgar la orquestaría más tarde. El final de aquellos primeros pasos es que Blake no es en absoluto un excéntrico adorno de élites, como creía Eliot hace un siglo.
Reuniones conservadoras o laboristas, competiciones deportivas, bodas y funerales comienza o terminan hoy con el público cantando su himno nacional preferido, y comprometiendo en el final del poema vida y esfuerzo para alcanzar la utopía de Blake: «No cesaré en mi lucha mental, ni dormirá mi espada en mi mano, hasta que hayamos construido Jerusalén en la tierra verde y apacible de Inglaterra».
Anthony Blunt, espía soviético, supervisor de la colección de arte de la corona y director del Instituto Courtauld, decía en 'The Art of William Blake', publicado en 1959, que como escritor de pura poesía nunca superó sus obras juveniles- especialmente, Canciones de Inocencia y de Experiencia- pero que no sería recordado como pintor si solo quedase lo que realizó antes de cumplir los treinta años.
Nacido en 1757 en una familia de comerciantes establecida en el barrio del Soho, el joven Blake aprendió las técnicas de dibujo y de grabado en talleres de artesanos en su vecindario y se sintió incómodo en la también vecina Royal Academy, porque su director, sir Joshua Reynolds, alentaba a sus alumnos a buscar la belleza en una generalización de la naturaleza.
Rescate por los antiguos
Para Blake las referencias eran Miguel Ángel y Rafael, el arte medieval, los contornos bien marcados, la precisión. Como grabador de libros trabajó para editores radicales y a su voracidad lectora, que le había convertido en critico de las religiones establecidas, sumó las ideas que circulaban por la Europa de la Revolución Francesa o inspiraban la revuelta americana contra la corona británica.
La exposición de Tate Britain se centra en su obra gráfica. Temas, figuras, objetos y estilo expresan sus ideas, frecuentemente ininteligibles por abundancia de alegorías o referencias literarias, especialmente al Viejo Testamento. Había mostrado originalidad con sus ilustraciones antes de publicar su serie de libros proféticos, inspirados en los manuscritos iluminados, pero fueron un fracaso comercial.
El imaginario Urizen, dios tiránico de Moisés; Nabucodonosor II, destructor del templo de los judíos; o Newton, imponiendo con su compás la razón frente a la imaginación, son protagonistas cuando Blake pinta con más libertad y en formato más grande para sus mecenas. Ha inventado una técnica de grabado, una especie de xilografía pero con matriz de cobre. Remonta la depresión tras el fracaso de sus profecías y de las revoluciones liberadoras ensangrentadas.
Regresa entonces a la casa familiar en Soho para colgar allí una antología de su obra y en un catálogo ambicioso se presenta como artista importante. Turner y Constable están pintando en ese tiempo. El único crítico que visita la exposición le llama chiflado, no vende nada. Él y Catherine, su mujer y colaboradora toda su vida, se apartan del mundo. Hasta que, tras una década, lo descubre una nueva generación.
Samuel Palmer y otros artistas del grupo 'The Ancients' (los antiguos) ven en Blake la expresión suprema de su vocación. Ya advertía Eliot, al reírse de que fuese tratada su poesía como una perla negra para snobs, que en realidad tenía «la peculiar honestidad», aterradora precisamente por honesta, de la gran poesía, de Homero a Shakespeare. Y así vieron estos discípulos la pintura de Blake.
El afecto y reconocimiento animó los últimos años de su vida, que se apagó tras componer un poema ilustrado con el título de 'Jerusalén', para Blake alegoría de la opresión y de la liberación universales. Y también el breve poema que ahora se canta como ensueño de una futura Inglaterra, en el prólogo a 'Milton', otro libro de texto e ilustraciones evocando al autor de 'El paraíso perdido'.
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