Agradezco la nominación del premio Euskadi 2020 de Literatura en la modalidad de ensayo, aunque finalmente se lo hayan concedido a un literato político, que no en vano yo soy un filósofo antropológico. Felicito al galardonado por su premio, que yo no podría haber recogido ... por mi enfermedad personal y la enfermedad colectiva de la pandemia. Además me hubiera llegado tarde, soy tan viejo que ya no lo necesito.
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Por otra parte he sido un maqueto o extraño en todas partes, y específicamente en el País Vasco, aunque mi madre sea vasco-navarra, haya pasado media vida en la Universidad de Deusto estudiando el matriarcalismo vasco y tenga el folclórico Rh negativo. Pero yo soy un maqueto o extraño no maquetado oficialmente, sino de acuerdo a mi propia maqueta personal e intrasferible.
Me he pasado la vida a la búsqueda del sentido existencial del hombre en el mundo a través del largo túnel del sinsentido mundano, una búsqueda que encuentra el sentido más en ella misma que en su resultado. Tras muchos rodeos culturales, he llegado a la obvia conclusión de que el sentido de nuestra existencia radica en el amor, definido como la sutura surreal de nuestra fisura mortal. Un amor humano que proyecta una Fratria del sentido interhumano, como la describe el papa Francisco en su reciente encíclica sobre la fraternidad como amistad social.
El hombre es pues cómplice del hombre, porque todos estamos implicados humanamente en este mundo, como lo muestra dramáticamente la propia pandemia. El mismo pontífice argentino, que es un anciano conservador en lo moral pero crítico en lo social, acaba de sacudir a su propia Iglesia anquilosada con su apoyo a la unión civil de los homosexuales, por su derecho a formar su propia familia y ser hijos de Dios, cumpliéndose así felizmente el viejo dicho de que Dios los cría y ellos se juntan. Dicho con todo respeto, pues quiénes somos nosotros para juzgarlos, sobre todo después de los escándalos de pederastia.
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Pienso pues que el papa Bergoglio es el auténtico merecedor de premio tras lo dicho. Más vale decirlo tarde que nunca, como el discurso de la conversión tardía de Pablo Casado al centro político en nuestro país. Ahora bien, junto a los premios habría que otorgar los antipremios. Un antipremio cabría dárselo en la propia Iglesia a los obispos extremeños por extremoduros, al protestar por dar la comunión en la mano y no en la boca en plena pandemia pandemónica, como si Jesús no hubiera repartido el pan con sus manos en las manos de sus discípulos.
Mientras tanto, yo quedo libre y liberado de premios, pues ningún premio me apremia, pero espero poder librarme también de antipremios. Nada me debéis y nada os debo: gracias por dejarme en paz.
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