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Hasta 1970 apenas había libros dedicados a las mujeres artistas, los museos descuidaban sus obras y se mostraban reacios a exponerlas. Cuando se presentó en 1976, en un importante museo de Los Ángeles, la exposición 'Women Artists 1550-1950', comisariada por Linda Nochlin ... y Ann Sutherland Harris, un grupo de historiadores reconoció durante su visita que no conocían a ninguna mujer artista anterior a Mary Cassatt (1844-1926).
¿Qué proporciones tenía la ignorancia de estos finos expertos? A la luz de esta muestra pionera, muy grandes. En ella había obras de Sofonisba Anguisola y de Lavinia Fontana -protagonistas de una reciente exposición en el Prado-, de Artemisia Gentileschi -hija de Orazio, pintor barroco, muy apreciada en su época- de la holandesa Rachel Ruysch (1664-1750), estrella internacional por sus bodegones, y de Anne Vallayer-Coster (1774-1804), en su día comparada con Chardin.
¿Por qué en los siglos XVI, XVII y XVIII se aplaudía el valor de las artistas mujeres y en los setenta los doctorados en excelsas universidades estadounidenses no tenían ni idea de lo que estaban viendo? Maura Reilly resume la respuesta en dos palabras: «discriminación y ocultación», según recoge en su libro 'Activismo en el mundo del arte', que acaba de ser traducido para Alianza por José Brownrigg-Gleeson Martínez, en una edición al cuidado de Francisco Javier San Martín, profesor de Historia del Arte de la UPV-EHU.
San Martín resalta el perfil de Linda Nochlin, influyente historiadora del arte feminista que en 1971, en la revista 'Artnews', había publicado el artículo '¿Por qué no han existido grandes artistas mujeres?' Entre las causas que cita Nochlin estaba la del mito del genio, siempre masculino. Sí, Picasso había aprobado los exámenes para entrar en la Academia de Bellas Artes de San Fernando a los quince años y sin apenas prepararse. Pero «¿qué habría sucedido si Picasso hubiera nacido niña?», se preguntaba Nochlin.
«Todo este movimiento de revisionismo histórico de los setenta viene de la segunda ola del feminismo, la que una vez ganado el derecho al sufragio y a la propiedad incorporó al debate temas como la sexualidad, el trabajo, los derechos reproductivos y las desigualdades en todos los terrenos», apunta San Martín.
En el relato dominante de las vanguardias, elaborado por Alfred H. Barr desde su dirección del Museum of Modern Art (MOMA) entre 1929 y 1943, no había lugar para las mujeres. Partía de los nenúfares de Monet y los cuadros postimpresionistas de Cézanne, continuaba con el cubismo de 'Las señoritas de Avignon' de Picasso, el futurismo de Boccioni, el surrealismo de Marcel Duchamp y de André Masson y vivía su primer momento de gloria estadounidense, desde los años finales de la Segunda Guerra Mundial, con la pintura del goteo de Jackson Pollock.
«Su mujer, Lee Krasner, está a su altura y sólo desde hace unos años se reconoce su valía (el Guggenheim tiene programada una exposición con su obra para este otoño). Lo mismo ocurre con Sonia Delauney, ahora más valorada que Robert Delauney por su apertura a materiales y procedimientos distintos a la pintura, como los tejidos. Con Sophie Taeuber-Arp se podría decir algo parecido respecto a Jean Arp. La lista es inagotable», constata San Martín.
El movimiento feminista cubre distintas tendencias y, en consecuencia, las exposiciones que han salido de él, también. Una de las más polémicas que recoge Maura Reilly en su libro se tituló 'Bad Girls' y se celebró en Londres, Glasglow y Nueva York en 1993 y 1994. En la muestra de la capital británica, definían a las 'chicas malas' como aquellas «traviesas, directas, inquietantes, provocativas, agobiantes, sutiles, sensuales, impactantes, sexys». A algunas críticas les pareció una banalidad llena de infantilismo travieso e irrelevante y otras defendieron la exposición porque, entre otras cosas, desvelaba la estupidez del cliché machista de que las feministas no tienen sentido del humor.
El libro de Maura Reilly también recoge exposiciones muy importantes como la que evaluaba el impacto entre las artistas de la instalación 'The Dinner Party' de Judy Chicago, artista a la que Azkuna Zentroa dedicó una muestra en 2015, comisariada por Xabier Arakistain. O como 'Re.Act Feminism#2', que se celebró en el Centro Montehermoso en 2011. Lejos quedaban los 70.
Cuando Francisco Javier San Martín era estudiante de Historia del Arte en los setenta, en el currículum no aparecían Sofonisba Anguissola ni Artemisia Gentisleschi. «Nada, no existían. La situación ha cambiado porque hay mujeres en los puestos de decisión, en las galerías, en los museos, en la universidad».
En la exposición de 1980 'La trama del arte del vasco', que se celebró en el Bellas Artes de Bilbao, se incluyeron 110 artistas desde Juan de Barroeta (1835-1906) hasta la actualidad en ese momento. «Sólo el 8% eran mujeres. En 'Después del 68' -de 2018, también en el Bellas Artes, con una selección del arte vasco de los últimos 50 años- había 29 mujeres entre 68 artistas, un 42,6%», explica.
Por otra parte, en ninguno de los movimientos de la Escuela Vasca -Gaur, Hemen, Orain- hubo creadoras. La única excepción fue Isabel Baquedano, que estaba en el grupo Danok, el equivalente de esas asociaciones en Pamplona, pero que no llegó a tener actividad.
En las mismas fechas, en París, la donostiarra Esther Ferrer (1937), reivindicó el cuerpo desde la perspectiva feminista, desde la que han venido trabajando -de las representadas en 'Después del 68'- Elena Mendizábal, Miren Arenzana, Ana Laura Aláez, Gema Intxausti, Mabi Revuelta y Azucena Vieites, que formó con Estibaliz Sádaba el fanzine 'Erreazkioa-Reacción', sólo por citar a la generación nacida en los 60.
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