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«Como creadores somos obras maestras, como seres humanos somos miserables», le espeta Camille Claudel a su maestro y amante Auguste Rodin en el 'biopic' que le ha dedicado Jacques Doillon. El padre de la escultura moderna y su alumna primero y asistente después han ... saltado a la pantalla en varias ocasiones. Gérard Depardieu e Isabelle Adjani protagonizaron en 1988 'La pasión de Camille Claudel'; Juliette Binoche dio vida a la artista, que acabó internada en un manicomio, en 'Camille Claudel' (2013).
El Rodin que encarna Vincent Lindon a las órdenes de Doillon es arisco y reconcentrado, brusco y, sin embargo, seductor. Vive entregado a su arte y solo le perturba su relación con Claudel, que sufre porque su talento siempre estará a la sombra del de su mentor. El filme arranca en 1880, cuando Rodin tiene 40 años y recibe su primer encargo del Estado francés: la Puerta del Infierno, inspirada en la 'Divina Comedia' de Dante.
La puesta en escena de Doillon es austera, lineal, y transcurre casi siempre en interiores: el taller del escultor y el 'chateau' donde trabaja en verano. El director de 'Ponette' recibió el encargo de rodar un documental sobre Rodin en el centenario de su muerte, pero el personaje le fascinó tanto que decidió saltar al terreno de la ficción.
'Rodin' no es una película fácil en el sentido de que las cuitas sentimentales del protagonista y sus escarceos amorosos con las modelos estando casado no le interesan tanto a Doillon como el proceso de creación de un artista que se sentía orgulloso de haber alterado la jerarquía en la nobleza de los materiales: siempre prefirió la arcilla al mármol. Aparecen sus coetáneos impresionistas -Monet, Cézanne-, pero enseguida regresamos al estudio, donde el escultor modela como si estuviera poseído. Los diálogos petulantes y literarios no ayudan a insuflar brío a un filme que un malvado crítico galo tachó en Cannes de «pesado como una escultura de Rodin».
Lindon, que estuvo medio año aprendiendo a esculpir, se mimetiza en Rodin. Resulta apasionante verle trabajar en el busto de Víctor Hugo, que se negó a posar para él y solo le permitió tomar apuntes en su cabeza, o en el de otro gigante francés de las artes, Honoré de Balzac, que le llevó siete años terminar.
«No sé si me gusta la modestia en el trabajo», suelta en otro momento este titán de la escultura, que gustaba de acariciar la corteza de los árboles y que encontró reconocimiento y respeto en vida, aunque Doillon nos enseñe que un adicto al trabajo nunca puede ser feliz.
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