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De entrada, y en el sentido más literal de la expresión, Ridley Scott suscribe la negativa perspectiva británica al presentar la Revolución francesa, en gran medida aplicable a la figura de Napoleón. Esto solo hasta cierto punto, porque su falsa presentación en las primeras imágenes como testigo de la ejecución de María Antonieta viene también a decirnos algo que sí es real y que constituye su aportación histórica más lograda: la canalización del proceso revolucionario, frente a esos jacobinos que en el filme aplasta a cañonazos, para alumbrar una nueva sociedad asentada sobre los principios de organización y jerarquía, sobre la superación del Antiguo Régimen y el código civil. Pero resulta lógico que la imagen del emperador en este 'Napoleón' haya sido vista por muchos en Francia, incluidos especialistas (Gueneffey, Tulard) como abiertamente antifrancesa. La rugosa interpretación del personaje por Joaquín Phoenix, carente de matices e inmutable con el paso del tiempo, refuerza esa impresión.
Apoyándose en la copiosa correspondencia entre Napoleón y su mujer, Joséphine de Beauharnais, el filme de Ridley Scott permite una aproximación inhabitual al primero desde el ángulo de los sentimientos. Cauce que por la mezcla de pasión y frustración nos acerca así a otros problemas de su personalidad política. Las cartas son muy elocuentes. Nos hablan de un hombre deslumbrado por los encantos de Josefina, esa «selva negra» cuya capacidad de atracción ella revela en la película, pero también limitado por la «pequeña espada» con que como joven general -mucho más joven de lo que parece el actor, menos de 30 años contra 50- trata inútilmente de poseerla, Ridley Scott narra con precisión ese juego del amor (Napoleón) y de la recepción pasiva (Josefina), por parte de una mujer que no le quiere, pero entiende lo que el general victorioso representa para su propio estatus y el de sus hijos.
El relato fílmico refleja asimismo cómo la dura situación inicial se desliza hacia una amistad cargada de tristeza, por encima incluso del trauma del divorcio. Tampoco olvida en el epílogo la fugaz relación entre la divorciada Josefina y el zar Alejandro cuando los rusos entran en París, en vísperas de una muerte de ella que algunos achacaron a envenenamiento.
¿Simple cuestión de amor? La personalidad de Napoleón Bonaparte era mucho más compleja que la de un simple 'miles gloriosus', y las cartas muestran cómo las declaraciones de amor enlazan con el relato de sus victorias, como si quisiera hacerla partícipe de las mismas, atrayéndola. Un hombre con el tremendo ego de Napoleón tenía necesariamente que acusar ese desfase entre sus espectaculares logros militares y políticos, de un lado, y de otro su pasional pero torpe experiencia de amante, prolongada en el tiempo. Más aún porque como buen corso, Buonaparte vincula siempre amor y familia, honor y poder. En el perdón a las infidelidades de ella está presente el concepto de honor: divorciarse habría significado reconocer públicamente la afrenta sufrida; más valía salvar la posición de honor, ignorando el engaño.
Ridley Scott apunta bien en esta dirección, con el papel de la madre a su lado y la atención a los hijos de su mujer, a quienes integró plenamente en la realidad, dentro de su concepción del poder imperial como extrapolación a escala continental de la pirámide formada por su clan familiar. Los Buonaparte dominarán Europa, como antes habrían querido dominar Córcega.
Son sugerencias que se insertan en el cuadro limitado de un biopic, donde la amplitud del tema desborda los límites de tiempo propios de una película. Las mutilaciones son entonces inevitables y costosas. El salto de Austerlitz a la campaña de Rusia se lleva por delante la invasión de España; el camino hacia el título imperial, el significativo péndulo de enlace y ruptura con su hermano Luciano, artífice de su golpe de Estado y oveja negra para su idea familiar del poder; la primacía de la historia heroica, las reiteradas incursiones en la violencia y la represión de masas, ocasionalmente en el crimen -duque de Enghien, condena de la princesa de Asturias- en la estela del poco honorable honor corso.
Fue un primer paso hacia la mortífera guerra total del siglo XX. Y por supuesto quedan fuera de este 'Napoleón' su olvidada juventud 'abertzale', como antifrancés visceral al estilo de nuestro Sabino Arana, y la construcción por él mismo de su propia figura como mito nacional positivo desde el exilio de Santa Elena. Aquí sí Napoleón venció para siempre en la conciencia de los franceses. Pero es que según advierte Ridley Scott, no ha pretendido con 'Napoleón' dar una lección de historia.
La espléndida batalla de Austerlitz, recreada a la sombra de Eisenstein, o la no menos falseada carga final de Waterloo son ejemplo de ello. Ridley Scott no llega ni de lejos a 'Blade Runner' o 'Los duelistas', pero nos cuenta su Napoleón y nos invita -a los historiadores también- a profundizar en la complejidad de su figura y de su obra. Ya es bastante.
Antonio Elorza es autor de 'Un juego de tronos castizo. Godoy y Napoleón, una lucha agónica por el poder, 1801-1808'. (Alianza, 2023).
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