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óscar cubillo
Domingo, 5 de noviembre 2017, 14:58
Todo estilo musical, y todo en general, cambia con el tiempo y se impregna de influencias de todo tipo. El baile flamenco puede verse impactado por la gimnasia y el blues por el metal, como comprobamos el sábado noche en sendas citas de abono. Otra ... cosa es que por del ansia de cambio se acabe mixtificando, desnaturalizando el arte original o forzando mestizajes que funcionan como agua y aceite. Abrimos la velada sabatina en la Sala BBK, con el aforo agotado y mayoría de damas, para catar un espectáculo del bailaor y coreógrafo Manuel Liñán (Granada, 1980), reciente Premio Nacional de Danza en la categoría de Interpretación (el guipuzcoano Jon Maya y su compañía Kukai se lo llevaron en la modalidad de Creación). Se titula ‘Sinergia’, según la promoción, «participación conjunta de varios elementos que por sí solos no adquirirían el mismo concepto que la suma de los mismos».
Vaya, las sinergias lo que hacen es beneficiarse unas a otras con sus acciones. Mutuamente. Por ejemplo, en los grandes medios de comunicación suma que una emisora de radio hable del periódico del mismo grupo, o de su editorial de libros o de los conciertos por ella patrocinados. Sin embargo, en la ‘Sinergia’ de Manuel Liñán, que maneja las tres disciplinas básicas del flamenco, el cante, el toque y el baile, falló la principal, o sea la danza del granadino, que no estuvo a la altura de sus apoyos. En esta suerte de modernización del flamenco coreografiado se impuso el estilo antañón, el toque cálido de Víctor Márquez, alias Tomate, y el cante jondo sostenido de dos inspirados y barbados Miguel Ortega y David Carpio, quienes con su rajo racial y heteropatriarcal eclipsaron el baile modernista e incluso más equívoco de Liñán (esta vez no se vistió faldas, sino que las simuló anudándose por la cintura la chaqueta).
Liñán pecó de repetitivo (y encima se alargó), de falta de carisma (cuando se quedaba solo en el tablado no igualaba en foco de atención ni al Rafael Amargo en baja forma) y de pocos recursos (en el zapateado ni destacó, aunque a Pato le encantó en esa faceta; no se acordará de la técnica de Sara Baras). Con un físico que nos recordó a un híbrido imaginario entre el cantante Shuarma de Elefantes y el actor Ryan Gosling sin afeitar en ‘Drive’ (o sea rubicundo e inexpresivo) participó Liñán en su show de 83 minutos en un escenario austero a oscuras y con aulkiak, o sea solo sillas. Ocasionalmente animado por sus subalternos («ole los que bailan flamenco y bien, Manolillo», le espetó uno), Liñán siempre fue opacado por sus cantaores de atrás, y es que a veces parecía él el adorno y no el líder (por ejemplo en el cante de los 25 calabozos), a pesar de que intentaba destacar que mandaba él (cuando Liñán movió robótico a uno de los cantaores, que respondía a las órdenes).
‘Sinergia’ no se desarrolla como su título indica debido al baile plano, sin gradaciones ni recursos, y a su argumento o concepto deambulante y dubitativo, que remite bastante a las cuitas de los personajes ‘Blade Runner’, o sea que se mueven sin alma. Virtudes no le faltan (cante y toque), pero el baile largo y reiterativo parece incapaz de soportar todo el protagonismo. El respetable soberano premió con una extensa ovación final al escueto elenco, al cuadro cuádruple, pero nos supo a poco. Le quedó mucho mejor la coreografía ‘Reversible’, que desplegó en mayo de 2016 en la misma Sala BBK con un plantel más del doble de nutrido.
Luego nos trasladamos a la sala Azkena, donde el concierto de Shawn James & The Shapeshifers anunciado a las 9 arrancó con hora y cuarto de retraso y fue atendido por un centenar de aficionados, con muchos jóvenes y muchas chicas, lo que nos sorprendió. Vaya, la demora nos benefició porque nos dio tiempo a verlo entero, pero nos perjudicó porque nos tragamos la primera parte del concierto, a dúo acústico, con la guitarra del líder Shawn y el violinista, el uno con camiseta de Howlin’ Wolf y el otro de Metallica, haciendo una especie de folk crepuscular (vía 16 Horsepower) bastante versionero (de Iron Maiden a Bill Withers, alucinen), en total un tubo de siete temas en 34 minutejos. «Es un poco rollo», dijo un chaval a sus amigas (y al poco se largó a fumar o a otro lado).
El panorama cambió en la segunda parte, con la banda al completo, un quinteto de sonido electroacústico (batería, banjo, violín, bajo y guitarra) que mejoró, incrementó la pegada gracias a la incorporación de una segunda guitarra eléctrica en vez del banjo para generar sinergias más compactas y roqueras. Con estética barbada, melenuda y desaliñada de zombis rednecks (paletos), con camisetas, estos cinco walking deads renacidos (el violinista tocaba y ponía los ojos en blancos) dispararon unos 13 temas (falsos finales y largas intros, por eso la falta de precisión) en una hora, 61 minutos crecientes gracias a la roquerización eléctrica mediante la segunda guitarra.
Shawn James (Chicago, 1986) y sus colegas barbudos, basados en Fayetteville, Arkansas, intentan amalgamar las raíces del folk y el blues con rock, metal (ese agitarse simultáneamente como melenudos del numetal) y aura gótica. Pero les queda un poco de comic, con más pose que esencia, de modo afectado (ese vozarrón gutural y gruñidor del líder), para impresionar a la chavalería. Hiperbólicos, góticos, tremendistas, bastante sureños y un tanto palúdicos, Shawn James & The Shapeshifers abrieron tanteando, sin acabar de hibridar los géneros de ayer y hoy (country banjista y folk americano primigenio con rock), se atrevieron con la progresividad orate de unos The Locust camperos, coincidieron con la imaginería crepuscular del hombre orquesta Scott H. Biram, invocaron el gótico sudista de Legendary Shack Shakers (‘Wild Man’), arbitraron neowestern con slide y rock aindiado con catarsis colectiva a lo Slim Cessna’s Autoclub (‘The Bear: Hunger’, la de ooh-no, ooh-no, cuando al acabarla Shawn brindó elevando su bebida y al instante le replicaron los presentes alzando botellas y vasos), y por el final más sólido batieron géneros entre el rock y el blues en plan Tom Waits compitiendo con The Cubical (‘Hellhound’) y se apuntaron al folk metal (‘Delilah’, la primera del bis). El repertorio de James y los suyos es más actual que moderno, y no acaba de funcionar la fórmula porque cada elemento parece que marcha por separado hacia el infierno, pero son resultones.
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