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A las 19.55 horas, todo el mundo ocupaba anoche su sitio en las 300 butacas dispuestas en el atrio del Guggenheim. Se respiraba la ilusión de los grandes eventos. Estaba a punto de empezar el recital de piano con Joaquín Achúcarro, un acontecimiento para ... enmarcar en el recuerdo. No solo celebraba los 25 años del coloso de titanio, sino también los 90 del artista bilbaíno, cumplidos el pasado martes.
«¿Qué te puedo decir? Que los portentos fascinan, ya se llamen Joaquín Achúcarro o Patti Smith», reflexionaba Mikel Alonso en la segunda fila, poco antes de que el pianista bilbaíno saliera a escena. Y ahí que llegó el protagonista de la velada, con la mirada al frente y la meta clara: un Steinway con la tapa abierta y el teclado reluciente. Le acompañaba Juan Ignacio Vidarte, director del museo. y ambos se cogieron de la mano para alzarla pletóricos en señal de triunfo. La lluvia de aplausos cayó como confeti. Había mucho que festejar.
Vidarte se acercó a un micrófono, en mitad del proscenio, y recordó que hace 25 años, con motivo de la inauguración del Guggenheim, tampoco faltó Achúcarro «con un concierto extraordinario». Ahora había llegado el momento de repetir la experiencia, que la vida vuela pero el talento permanece. El artista, mientras tanto, flexionaba hacia atrás las falanges. Un precalentamiento imprescindible antes de lanzarse a la aventura ante el teclado. Con más de siete décadas de trayectoria como solista, conserva intacta la curiosidad y la osadía. «Música, maestro», susurró alguien cuando se hizo el silencio y se guardaron los móviles. No sonó ni uno solo durante el tiempo que duró el recital.
Con la cabeza inclinada y el flequillo indomable sobre la frente, Achúcarro no tardó en desplegar los intermezzos nº 1 y 2 de Brahms como si fueran una baraja de cartas. Es un intérprete que hace magia sin trucos. Con más de siete décadas de trayectoria, vive el trayecto entre nota y nota, como hacen los genios del ballet entre movimiento y movimiento. Cierra los ojos y alcanza una plenitud sin fisuras. Nada le afecta, ni las dificultades técnicas ni los imprevistos.
«90 años, 90 años...», repetía una señora mayor después de escucharle a ritmo de habanera dos piezas de Debussy y una de Falla, 'Homenaje pour Le Tombeau de Claude Debussy'. Al término de esta última pieza, el pianista lanzó un suspiro profundo, como si volviera de un viaje largo y cargado de emociones. Todas las obras seleccionadas son habituales en sus giras nacionales e internacionales. Se han convertido en una proyección de sí mismo. Se expresa con ellas en cada acento y silencio.
A veces cogía incluso un micrófono que tenía cerca del teclado para explicar detalles de la composición. «Albéniz conocía muy bien Granada y bien que se se nota», anunció, por ejemplo, antes de abordar 'El Albaicín' con trazo fino y sentimiento jondo. Qué gran pena, por cierto, que Achúcarro no haya grabado nunca en su integridad 'Suite Iberia', una obra maestra en la que los talentos como él siempre han marcado la diferencia.
Con las siguientes piezas, Fantasía-Impromptu, Nocturno nº 20 y Polonesa Heroica, todas de Chopin, se permitió arriesgar al máximo, especialmente con la última, poniendo a prueba una mano izquierda que, cueste lo que cueste, se pliega a sus deseos. El público se puso en pie al término de la actuación. Había pasado una hora, con apenas un intermedio de cuatro minutos, y el artista sonreía feliz.
No dudó en ofrecer un par de bises y agradecer la presencia de «los amigos que han venido expresamente de Texas». Ya era noche cerrada cuando en el atrio del Guggenheim se oyeron dos nocturnos maravillosos: el de Grieg y el de Scriabin para la mano izquierda. Un lujo.
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