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De niña iba a los conciertos en el Teatro Buenos Aires de la mano de su abuelo, Crescencio, que era copista en el Museo del Prado. Luego, de adolescente, acompañaba a los padres de amigas que tocaban en la orquesta. «Nos colocábamos en la segunda ... fila, sobre todo para avisarles si la falda, que era corta, se les subía más de lo debido. ¡Un centímetro más era muy importante!» se ríe Mari Carmen Celayeta (Bilbao, 1943), sentada ante el amplio ventanal del salón de su casa, mientras hojea un folleto especial de la Sinfónica de Bilbao que conmemora su centenario.
Abonada desde 1961, era habitual de los vermús después de los conciertos en el ambigú del Buenos Aires, que tenían continuación en el Iruña, Monterrey, Toledo... «Hablábamos y hablábamos de música. Incluso teníamos trato con los directores de orquesta». Se acuerda bien del maestro cubano Alberto Bolet, que llevó la batuta entre 1963 y 1968. Le encantaba el bacalao al pil-pil que preparaban en Luciano y conocía al dedillo el repertorio de compositores como Usandizaga, Arriaga, Guridi y Sorozábal.
«Era simpatiquísimo y un gran artista, como su hermano, el pianista Jorge Bolet. De Alberto me encantaban sus versiones de Heitor Villa-Lobos y Ernesto Lecuona». En aquella época la música de Brasil y Cuba le hacían viajar con la imaginación. Inquieta y muy independiente, ya entonces trabajaba como administrativa en una empresa de pinturas y, en cuanto se lo pudo permitir, se marchó una temporada a Londres y Marsella. «Nunca me casé ni tuve hijos. Gozaba de libertad y la aproveché lo mejor que pude». Fundó con unos amigos una productora de cine, se puso delante de las cámaras y... la película nunca llegó a rodarse. Se quedaron sin dinero antes de terminarla.
Pero Mari Carmen no se arrepiente de nada. Sigue tan vital como siempre. Camina seis kilómetros todos los días y en el gimnasio hace pilates y yoga. Las temporadas de la BOS nunca han dejado de formar parte de su vida. Le gusta tanto Haendel como Gabriel Erkoreka, «porque la música es como las matemáticas, te ayuda a entender el mundo». De niña se le atragantó el solfeo, nunca llegó a dominar un instrumento, pero siempre tiene una melodía en la cabeza. Sería incapaz de elegir un único disco para llevarse a una isla desierta. «Cada estado de ánimo necesita de algo distinto. En una isla desierta, yo escucharía el ruido de las olas».
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