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El miércoles acudieron 900 personas para ver en el Arriaga a la cantante Dulce Pontes al frente de un trío completado por el contrabajista afrocubano Yelsy Heredia y el tocaor suavito y académico Daniel Casares. Se percibieron numerosas partes muy improvisadas, algún relleno decidido ... sobre la marcha y conjunción instrumental mejorable. Además, el miércoles participó fuera de cartel y esporádicamente el acordeonista guipuzcoano Joxan Goikoetxea.
Vivimos una velada extremadamente irregular, populista hasta el infantilismo conducida por la antaño tímida, recogida y casi temorosa cantante de fado. Pero Dulce se ha convertido en un histrión que para borrar la vitola de diva se empeñó en romper la cuarta pared, en comunicarse con el respetable mediante todo tipo de trucos: pedir palmas, exigir coritos (susurrados y timoratos los rascó), solicitar una suerte de coreografía moviendo bruscamente el cuello (menos mal que el público bilbaíno mantuvo la dignidad, se negó y ella debió decir: «me voy a olvidar…»), insistir en el humor físico (literales guiños cómplices, el confiarnos que una pieza era nueva y debía usar gafas para leer, gestos de mimo a lo Chaplin, o quitarse casi al final el batín para quedarse en vestido negro y ligero a lo Gilda que provocó que varios espectadores silbaran piropeándola y que el contrabajista afrocubano le gritara «¡artista!».
La dispersa y populista Dulce José da Silva Pontes (Montijo, 50 años) alternó el canto ostentoso con la delicadeza impostada, siempre exhibiendo una técnica superior pero pecando de vacuidad exhibicionista. Descalza en un escenario con buenas e intensas luces, ella llegó a bailar varias veces y el ecuador de su concierto resultó descorazonador y de una heterodoxia entre el surrealismo y los payasos del circo.
No obstante, prosigamos evocando lo mejor, lo superior de una cita donde la gente se dejó pastorear. En 111 minutos sonaron 14 piezas (agrupando una suite triple por ella desglosada al presentarla). Salió Dulce con diez minutos de demora por un lateral imprevisto, saludó la lusa como si fuera Fito soltando un veloz «eskerrik asko por haber venido, ¿no?», y empezó el show con ella a solas cantando y tocando el piano, alcanzando una suerte de trascendencia que prometió mucho en un dramático, quebradizo y etéreo 'Cucurrucucú paloma' (al final de esta paseó por la escena el acordeonista Goikoetxea) y hollando una de las contadas cimas con la muy new age a lo Enya 'Ondeia', donde no importaron los grititos selváticos tan étnicos de su epílogo.
A partir de entonces, la diva se distrajo, devino infantil-populista, pero aun en ese rol supo llegar más allá en la sexta pieza, la ranchera 'El último trago' de José Alfredo Jiménez, donde todas sus exageraciones y defectos parecieron funcionar: la teatralidad, el leer la letra del atril, el inspirado humorismo visual propio de Chaplin, su rostro de alucinada, sus bailes y una actuación tan iconoclasta como la de su paisano y también eurovisivo Salvador Sobral en el mismo escenario. Ahí sí estuvo bien en su esencia desenfadada.
También estuvo muy bien en la cima de la cita, el fado 'Extraña forma de vida' de Amália Rodrigues, porque lo atacó con sumo respeto a la diva fadista, sin atreverse a hacer el chorra (con perdón) y limitándose a cantarlo de modo vehemente pero correctamente encauzada. «Oh, qué bonito», manifestó una chica a nuestra derecha.
Este clásico del fado cayó por la parte postrera, cuando ya o bien Dulce atemperó sus excesos o bien nosotros nos habíamos acostumbrado a sus arbitrariedades. Se pudo catar sin espanto el bolero 'Procuro olvidarte' con demasiado eco (es que Dulce abusó también de la amplificación de su micrófono) y con pasaje scat jazz y golpes al contrabajo (momento en que Yelsi Heredia indicó tocándose la sien que su jefa está loca), el virtuosismo brasileiro del 'Cai dentro' de Elis Regina, la samba de João Gilberto 'O pato' (cua cua, sí; un juego donde Dulce manejó sus indudables facultades), un pregón cubano final bien llevado por Yelsy.
Además tuvieron un pase el primer bis, precedido por el grito de «¡viva la libertad!» a cargo de Dulce (no vino a cuento, quizá fue una reivindicación de su histrionismo), con 'Canção do Mar' (ovacionada al ser reconocida pero derivada hacia una artificiosidad que no aportó nada), y el segundo bis por sorpresa, cuando la gente se levantaba de sus butacas, éste interpretado de nuevo mano a mano con el acordeonista Joxan Goikoetxea para dedicar la emotiva 'Maitia nun ziren' a su amigo Kepa Junkera, con quien la cantó en su día y que el miércoles en el Arriaga la lusa entonó sin leer del atril.
Pero antes de esa parte postrera potable pasamos un desierto que a muchos dejó desconcertados y cuyos efectos permanecerán en la memoria por encima de los logros. A la tercera, la suite triple 'Cante de Oria / Ole / Cante de Oria Sabroso', se cayó de repente en la verbena aflamencada buscando en vano el duende de El Cigala y con los dos músicos principales revelándose poco ensayados (bueno, ya avisó ella que la pieza era nueva y por eso miraba el 'cuadernito' con las gafas), a Edith Piaf pasada de frenada resonó en 'Fado da mascara', no pasó de lo plano y dilatado el collage de Morricone, jazz y flamenco 'Libertad', y llegó a lo irritante la étnica 'Elis Vive', también de la brasileira Elis Regina, donde Dulce más que talentosa pareció caprichosa.
Vaya, caprichosa pareció en casi todos los 111 minutos de alardes, gorgoritos, sostenidos, comicidad. ¿Por qué tantos artistas, valga la generalización, se empeñan en caernos bien, en parecer humanos de a pie, en vez de limitarse a complacernos con sus talentos y virtudes?
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