El imaginario popular dibuja la imagen de un organista como una persona de edad avanzada, vestida con traje oscuro y a la que resulta difícil desprenderse del olor a incienso y cera. Así que lo último que alguien diría de Cameron Carpenter, con su pelo ... cortísimo, unos músculos trabajados en gimnasio, su camiseta negra bien ceñida y un gesto hosco, como de marine a punto de ser enviado a Ucrania, es que es organista. Pero lo es. De los buenos. Y tan innovador que durante años ha tocado en el instrumento que diseñó él mismo y que transportaba de acá para allá en dos camiones. Ahora está en Bilbao para tocar con la Sinfónica hoy y mañana la Sinfonía Concertante de Jongen, bajo la dirección de Erik Nielsen, en un programa que se completa con el estreno de 'Tiempo silente' de Quislant y 'Pinos de Roma' de Respighi.
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Nacido en Pensilvania el 18 de abril de 1981 (acaba de cumplir 41 años, por tanto), Carpenter se formó en su casa y en centros musicales locales hasta que a los 19 se fue a la prestigiosa Juilliard School de Nueva York. Pronto llamó la atención por su heterodoxia y por su capacidad para combinar, en un mismo concierto, a Bach con el pop y el jazz. Fue el primer artista candidato a un Grammy por un disco para órgano. Y alcanzó ya una fama internacional cuando diseñó su propio instrumento, una pieza tan singular como él mismo, digital y sin tubos, valorada en dos millones de dólares.
Sin embargo, como explicó ayer en conversación con este periódico, eso ya es historia. «No creo que vuelva a tocarlo nunca. La pandemia también acabó con él porque es un instrumento costosísimo de mantener». Lo dice lamentándose porque, pese a que está satisfecho de cómo suena el órgano del Euskalduna, el suyo era «más claro, más interesante. Siempre es beneficioso cuando un músico toca su propio instrumento».
En Bilbao tocará la Sinfonía Concertante de Jongen, un compositor belga muy poco conocido por aquí. La pieza «tiene una parte de órgano muy importante, pero no es un concierto, de manera que la parte orquestal es tan notable o incluso más». Para no condicionar la escucha, prefiere no explicar «el tipo de música que el aficionado se va a encontrar».
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Lo que no puede ocultarse es que el órgano es un instrumento de tal potencia, con tal capacidad en cuanto a sus registros, que habla de tú a tú con la orquesta, a la que Carpenter ve como una unidad. «Yo percibo su sonido en bloque, no como familias de instrumentos», asegura.
El organista estadounidense tiene una teoría respecto de la caída de la popularidad del órgano desde el final del barroco hasta el siglo XX. «Mozart, Beethoven, Brahms, Dvorák y tantos otros apenas escriben nada porque los órganos de ese momento no les daban soluciones para lo que ellos querían», asegura. Respecto del origen litúrgico de la gran mayoría del repertorio hasta el siglo XVIII, también resta importancia a las opiniones que sostienen que interpretar esas obras en un auditorio las descontextualiza. «Son música, simplemente. Incluso la música religiosa tiene un componente muy teatral».
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Tampoco la figura del organista era como la actual, y no digamos como la suya. Un asunto, el de la imagen, que no parece importarle demasiado. Ni le afecta que pese a su relativa juventud haya ingresado ya en el selecto club de los intérpretes a quienes los aficionados acuden a ver y escuchar por ellos mismos, al margen de lo que vayan a interpretar. Un club en el que están Anne-Sophie Mutter, Kristian Zimerman, Grigori Sokolov y muy pocos más.
«No me interesan demasiado los motivos por los que van a verme o escucharme. El público acude a los conciertos en función de lo que ofrece cada artista. Si les das algo distinto, lo esperarán también en las ocasiones posteriores. Pero hay que tener cuidado con las expectativas generadas porque a veces se esperan cosas de hace veinte años, y es preciso ir más allá», asegura.
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Y ahí entra su imagen, ese aspecto físico y esa indumentaria tan alejados de lo que se espera de un organista. «Mi primer objetivo es que me escuchen, no que me vean. Pero el tema de la imagen no es algo que cultive de forma consciente». Lo ratifica con un gesto de incomodidad cuando se le citan opiniones de críticos que dicen que su estética, como las minifaldas de Yuja Wang, los escotes de Khatia Buniatishvili o la melena de David Garrett, distraen a los espectadores. «No creo que distraigan para nada. Esas opiniones me parecen irrelevantes».
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