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En Musika-Música, como en la vida, no se puede estar en dos sitios a la vez. Por eso es tan importante controlar los tiempos. Ayer Josu de Solaun hubo de recortar sobre la marcha un programa que alargaba el concierto más de lo previsto: ... una hora exacta le acabó durando, aunque realmente pasó en un suspiro por su manera ardorosa, precisa y contundente de hacer música.
A nadie cogería de sorpresa dado su impecable recorrido desde sus victorias en el los concursos José Iturbi (2006) y George Enescu (2014) hasta el premio ICMA recibido recientemente por su disco dedicado a Haydn. Pese a residir en Nueva York hasta que en 2019 decidiera establecerse en Madrid, su presencia en España ha sido constante desde sus inicios y siempre bien recibida. De su relación con Bilbao podemos recordar, entre otros logros, una sobria y directa interpretación del Concierto para piano n° 5 de Beethoven dentro de la temporada de la entonces Sinfónica de Euskadi en 2013 y, también en Musika-Música, un apasionado Granados (tres páginas de Goyescas y el juvenil Allegro de concierto) en 2019. El paso del tiempo juega verdaderamente a su favor y su figura se va agrandando con el paso de los años, aunque el repertorio de este último recital tenía un punto vertiginoso y efectista que invitaba a retratarlo más como un virtuoso que como una persona profunda y de mirada llena.
El recital se inició con la Sonata n° 1 en do mayor de Brahms, escrita durante el invierno de 1852-53, poco antes de cumplir los veinte años y de que Schumann le dedicase un célebre artículo reconociendo en él «un joven en torno de cuya cuna las gracias y los héroes hicieron guardia de honor». Todo el ardor romántico que contiene la obra, el fuego dentro de sus notas, fue traducido por Solaun con una fuerza que la hacía especialmente atrayente: si fueron poderosos, casi salvajes, sus acordes iniciales (que recuerdan inevitablemente a los que abren la Sonata Hammerklavier de Beethoven), no fue menor el ímpetu que amenazaba con desbordarlo todo en el Scherzo. Acordes plenos, sonoridades sinfónicas, graves potentes como el acero. Y aun así, sin apenas levantar la mirada de la partitura, Solaun descubrió el sutil encanto del Andante, inspirado en una antigua canción alemana.
Siguió el diabólico Vals de Mefisto S. 514 de Liszt, que recrea una escena de taberna del Fausto de Lenau a partir de una escritura abrumadora de tan brillante: era Liszt en toda su genialidad, culto, revolucionario, tremendamente encantador y virtuoso como nunca antes lo había sido antes que él. Una vez más, Solaun deslumbró por su relato emocionante y monumental. La sala parecía quedarle pequeña. Fue después cuando anunció que, dada la largura del programa, sustituiría la Balada n° 4 de Chopin por dos preludios de Debussy. Llevaba cuarenta y cinco minutos de recital. No se puede saber si ganamos o perdimos con el cambio, pero Ondine (1913) trajo el momento de mayor serenidad de la velada, el sonido más rico y envolvente, la mayor muestra de la capacidad de sugerencia de Solaun, que parecía sumergido en el océano profundo. Al escucharle uno recordaba la admiración de Debussy por el mar y sus palabras definiéndolo como «el elemento de la naturaleza que mejor poner de manifiesto la pequeñez propia». No estaba destinado a ser el núcleo del concierto, pero este preludio animaba a explorar otras facetas del arte del pianista. En Feux d´artifice (Fuegos de artificio), con sus escalas y arpegios que recorren como torrentes el teclado de arriba a abajo, el trazo impresionista adquirió contornos mucho más sólidos en una nueva muestra de virtuosismo.
Quedaba para el final la transcripción que hiciera Liszt del final de Tristán e Isolda (1867), de esa muerte por amor que culmina el drama musical de Wagner y resuelve, atrayendo hacia sí las tensiones acumuladas, las disonancias que recorren la obra entera desde sus acordes iniciales. Hoy son más bien infrecuentes este tipo de transcripciones en las salas de conciertos, pero con ellas Liszt lograba sacar las grandes páginas operísticas de los teatros para llevarlas a los lugares más recónditos. En este caso, además, les unían lazos familiares. Muy poco tiene que ver el ambiente de Tristán e Isolda (el poder mágico de la noche, la intensidad del deseo voluptuoso) con la exhibición de bravura que alberga la transcripción, pero Solaun se elevó con grandeza sobre todas las demandas técnicas y expresivas del compositor, con la fuerza de la orquesta contenida en sus dos manos, para culminar el recital con el mismo ardor romántico que le había dado inicio. Como un recuerdo de todo lo anteriormente vivido.
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