Lo dice el propio Fischer: la Budapest Festival Orchestra ha pasado de ser un vehículo con motor turbo en sus inicios (hace más de cuarenta años) a convertirse en un elegante corcel que sabe leer las mentes. En su visita al Festival de Santander puso ... en valor esa clarividencia en tres obras muy diferentes pero unidas por la fuerza que da la tierra. En la Obertura sobre temas hebreos de Prokofiev exhibió su fortaleza unida a una precisión y una riqueza admirables, sin olvidar la libertad que respiran sus miembros (con mención especial para el clarinetista Ákos Ács) como artistas creativos con ideas propias, capaces de volar por sí mismos. Quizás sea justamente ese uno de los secretos mejor guardados de Fischer: ejercer la autoridad sin ser autoritario.
La obra central del programa era el Concierto para violín nº 2 de Bartók, un compositor que la centuria húngara conoce y toca como ninguna. Lo escribió a finales de los años treinta, en una época sombría que amenazaba sus ideales de libertad y justicia, cada vez más tentado de huir de una Europa enloquecida y asomada de nuevo a los abismos de la guerra. Ese duelo consigo mismo dejó un rastro de amargura en la música que compuso entonces, una leve vibración latente incluso en una obra de apariencia ligera como este concierto para violín que Fischer dirigió sin reservas, manteniendo una tensión constante, imprimiéndole sonoridades ácidas e incisivas que de repente se volvían tersas y envolventes, suavemente pulidas.
Lo hizo sin que casi se notara, pues la gran protagonista fue Patricia Kopatchinskaja, la genial y extravagante violinista moldava, que se presentó plena de fuerza, con su excepcional técnica por delante, dispuesta a experimentar en todo momento el vértigo de la música. Le dio al concierto un aire primitivo y salvaje, casi demoníaco, pero su violín podía irse al extremo opuesto para recogerse en leves susurros o extraer una misteriosa belleza de frases como la inicial del Andante tranquillo. Fue un ejemplo de exuberancia pura que tuvo cierta continuidad en la Séptima de Dvorák por obra de un Fischer a la vez enérgico y elegante, de mirada serena pero intensa, al que bastaba el más mínimo gesto para que la orquesta entera (con los contrabajos dominando desde lo alto) adivinase el camino a seguir.
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