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Los miembros del Gerhard (Lluis Castán, Judit Bardolet, Miguel Jordá y Jesús Miralles) se conocen desde la infancia y fue en 2010 cuando decidieron unirse en un cuarteto que, desde entonces, ha ido creciendo, madurando y consolidándose entre los conjuntos punteros de la nueva generación. ... En la estela del Casals y el Quiroga. Sus programas asumen a menudo riesgos que engrandecen a cualquier grupo joven, aunque sin dejar de hacerse eco de la vitalidad de los clásicos, a los que están siempre dispuestos a volver. Su concierto de ayer en el Euskalduna echó a andar con cuatro de los Cipreses (1887) de Dvorák, confesiones personales, amorosamente intimistas y algo almibaradas que el Gerhard abordó con una sencillez y una delicadeza que animaban a entrar en su mundo.
Pero el Cuarteto op. 135 (1826) de Beethoven, su interior, abismal, enigmático y visionario cuarteto final, era un hueso más duro de roer. Hermanados en el mismo programa, parecía Beethoven el moderno y Dvorák (posterior al alemán, aunque en el programa de mano se indicase lo contrario) el antiguo. Ya los primeros compases del Allegretto denotaron una presencia dominante del primer violín frente a cierta palidez en los demás y, aunque las fuerzas se equilibraron en el Vivace, el maravilloso Lento assai e cantante tranquilo, uno de esos «remansos de exaltación sublime» (Eugenio Trías) característicos del estilo tardío de Beethoven, requiere de una hondura que va más allá de las palabras y de lo que en ese momento brindó el Gerhard.
Nada estuvo fuera de su sitio, tampoco en el movimiento final, pero nada fue lo suficientemente fuerte, auténtico y profundo para que la obra dejase una impresión duradera a su paso.
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