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Tenía los ojos azules y el pelo rubio de su madre, una mujer de la alta sociedad grancanaria, y nunca aprendió alemán. «Las apariencias engañan. ¡No hay que quedarse con lo fácil!», saltaba Alfredo Kraus (1927-1999), siempre que daban por sentado que era un ... calco de su padre, Otto Kraus Polensky, un empresario austriaco que echó raíces en Las Palmas después de la I Guerra Mundial. De su progenitor, que era calvo y poco atlético, sí que heredó algo muy importante: la confianza en sí mismo y su habilidad para los negocios. En los 42 años que duró su carrera no le tembló la voz a la hora de defender sus intereses. El tenor canario nunca cultivó la simpatía impostada ni engolaba la voz al cantar. Le bastaba con ser único.
Mañana se cumplen 25 años de su fallecimiento y, echando la vista hacia atrás, se constata que su muerte puso fin a una época dorada de la ópera en España. En la década de los 90 casi todo el mundo podía enumerar de carrerilla a cuatro cantantes y en las fiestas populares se invitaba a estrellas como el propio Kraus. Imposible olvidar su concierto, allá por 1991, en la plaza de Trujillo con motivo del Día de Extremadura. Arropado por la Sinfónica de Bilbao, se las arregló para salir indemne de una actuación multitudinaria y de ambiente festivo. No le afectaron los petardos ni gritos a destiempo. Enfundado en una chaqueta blanca, se ganó a un público que lo veía como a un Morante de la Puebla de la lírica. Sabía defenderse en todos los cosos.
En su canto había pureza pero también extravagancia. En los conciertos solía abusar de los sobreagudos y el colofón de 'La donna è mobile' (incluso en 'La Antología de la Zarzuela' cuando no venía a cuento) era un caballo de batalla que tenía mucho de circense. Rara vez brindaba bises. Le parecía de mal gusto, como atiborrarse de caviar. «El aficionado de la ópera es como el de los toros. Quiere sangre, que te arrimes y arriesgues». Aceptaba el peligro pero no más allá del toque de campana, como en el boxeo, que también le encantaba. Tenía una capacidad insólita para meterse en la piel de personajes morbosos y suicidas como Werther, pero nunca traspasaba las líneas rojas que se marcaba. Se asomaba al abismo pero nunca perdía los papeles. Tenía un control absoluto de su arte.
El canto de Kraus era impoluto, con una dicción irreprochable –de los pocos que pronunciaba nítidamente las vocales – y una técnica respiratoria prodigiosa que le permitía dosificar la intensidad de la voz a placer. La proyección del sonido era directa y fulminante como una flecha. Atravesaba al oyente con un timbre brillante, que no siempre captaban en toda su riqueza los micrófonos de los estudios de grabación. Poseía agudos limpios y una voz de tenor lírico-ligero que le mantuvo lejos del repertorio más dramático y verista. Nunca tuvo hechuras vocales para abordar las partituras que más pasiones levantan en el público. Ni 'Carmen', ni 'Andrea Chénier', ni 'Don Carlos', ni 'Otello'...
Nada que le acomplejara porque él era capaz de poner patas arriba los teatros de medio mundo (de Nueva York a Milán y Viena, pasando por el Coliseo Albia de Bilbao) con óperas de Donizetti, Bellini y Massenet. Su repertorio se limitaba a una veintena de títulos, con ausencias llamativas y reticencias incomprensibles. ¿Por qué no sacó provecho del filón de Mozart y Rossini? Algunos expertos lo achacan a una apuesta comercial más que a la falta de facultades. Podía haberlo intentado, pero apostó por lo seguro. Se encastilló en un nicho desde el que impartía magisterio con entusiasmo y mala leche a partes iguales. Era políticamente incorrecto sin perder la compostura: no solo afirmaba que la ópera estaba condenada a desaparecer «por ser carísima», sino que tampoco ocultaba el alto concepto que tenía de sí mismo. «¿Vanidoso yo? Todos los cantantes lo somos. Ocupamos un lugar destacado, somos intelectuales que ganan dinero».
Era muy puntilloso con el vestuario y la iluminación, que debía favorecer su figura y el brillo de su pelo, y no habría tolerado el feísmo ni los montajes escatológicos. Tampoco el barullo a su alrededor mientras cantaba un aria. No quería distracciones, más allá de su estampa y voz. Hacía valer su autoridad que todavía era posible en su época, cuando los cantantes de campanillas eran el máximo reclamo de las producciones y nadie les tosía en los ensayos. Los tiempos han cambiado pero el legado del tenor canario sigue muy vivo, con grabaciones superlativas como 'Lucrecia Borgia' con Montserrat Caballé y Shirley Verret. Imposible cantarlo mejor.
Más de 35 veces triunfó en las temporadas de la ABAO y nadie ha olvidado su último recital en Bilbao, el 9 de diciembre de 1996, con el brazo en cabestrillo. Flanqueado por el pianista Edelmiro Arnales y el chelista Asier Polo, salió a escena con el aplomo de siempre. El accidente de coche sufrido dos días antes en el alto de Autzagane, en Amorebieta, después de haber comido con los amigos de la ABAO en Bermeo, no pudo con él, pero sí la muerte de su mujer, nueve meses más tarde. El dolor le sumió en una depresión profunda. Participó en recitales y conciertos, impartió clases y se esforzó por salir adelante, pero apenas remontaba. Murió de cáncer a los 71 años y su epitafio es elocuente: 'Silencio, aquí yace un tenor'.
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