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IÑAKI ESTEBAN
Martes, 4 de febrero 2020, 09:00
Su voracidad lectora y su atención a la vertiente moral de los textos literarios le sirvieron para moverse de las tragedias griegas a la filosofía alemana con soltura y sin ganas de dar la lata. Goerge Steiner fue una eminencia de la crítica literaria ... , un sabio cuyo manejo de las fuentes causaba admiración aunque, como él mismo confesaba, no hubo alumnos que siguieran sus métodos o crearan escuela.
Quizá porque sus más de cincuenta libros tampoco se dirigían en exclusiva a la academia, sino que pretendían mostrar los tesoros y los horrores de la cultura al lector normal. También tenía formación de divulgador. En su veintena, trabajó varios años para 'The Economist', luego escribió para el 'Sunday Times' y el 'New Yorker'. Le encantaba aparecer en la tele y en la radio, y produjo varias series para la BBC y el Channel Four, ambos británicos.
Steiner murió el lunes a los 90 años en su casa de Cambridge, Inglaterra, de cuya universidad fue profesor desde 1961. Había nacido el 23 de abril de 1929 en París de padres austriacos, que abandonaron Viena ante el avance del antisemitismo. En 1940, emigraron a Nueva York. Estudió el bachillerato en Liceo Francés y creció hablando, además de esta lengua, el inglés y el alemán.
Se sentía afortunado por esta circunstancia y su asombro por el prodigio que significaba un idioma nunca decayó. «Cuando se muere una lengua se pierde con ella un enfoque total de la vida, de la realidad y de la conciencia. No hay ninguna pequeña. Cada una que se pierde significa una disminución irreparable en el tejido de la creatividad humana, en las maneras de sentir el verbo esperar», dijo en su discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación Humanidades en 2001.
¿Por qué las humanidades no logran humanizar a la gente? ¿Por qué las tiranías pueden producir un arte de mayor calidad que las democracias? ¿Está desapareciendo la civilización que empezó hace más de 2.000 años? ¿Dará la cultura algo parecido a Platón o a Mozart, a Shakespeare o a Rembrandt?, se preguntaba en 'Errata', su autobiografía intelectual, publicada como casi todos sus libros en español por Siruela.
Fue uno de los dos únicos niños judíos que sobrevivió al Holocausto de su escuela en París. Y eso le marcó. Había que leer los textos con uno sentido moral. Todos tenían una intención y había que descrifrarla. «La literatura no está aislada, sino en el centro de las fuerzas históricas y políticas», escribió en uno de sus primeros textos de crítica literaria 'Tolstói o Dostoievski', de 1959.
En el prólogo de uno de sus libros de los sesenta, 'Lenguaje y silencio', confesaba que su conciencia estaba «poseída» por la «irrupción de la barbarie en la Europa moderna, por el asesinato en masa de los judíos, por la destrucción por el nazismo y el estalinismo del humanismo centroeuropeo».
Para desarrollar esta preocupación enseñó a varias generaciones la obra del crítico literario y cultural Walter Benjamin, que se suicidó en Portbou cuando huía de los nazis, del poeta Paul Celan y del filósofo Martin Heidegger, uno de los grandes del siglo XX, que apoyó a Hitler. Sus detractores le acusaban de ser demasiado vaporoso y un punto pretencioso. Tuvo más admiradores, que destacaban su erudición y el brillo de sus argumentos.
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