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Elvira Navarro (Huelva, 1978) sabe que si no hubiera pasado en los últimos años por «la experiencia de cuidar», no habría sido capaz de escribir ... un libro como 'Las voces de Adriana' (Random House). La Adriana del título es una mujer todavía joven que tiene primero que despedirse de su madre, que durante años estuvo enferma de cáncer, y más adelante que cuidar de su padre, que sufre un ictus. No es exactamente lo que la escritora vivió -por mucho que Adriana se nutra de sus propias reflexiones sobre la vida, la muerte, el cuidado y el peso de los antepasados y de la herencia familiar «en cualquiera»-, pero algo de esa realidad hay en una ficción que se pregunta también sobre cómo contar verdades desde las ficciones. «El cuidado es un acto de amor y si está bien hecho, es muy satisfactorio. Mis experiencias de cuidado han sido muy positivas», describe.
Claro que para llegar hasta esa afirmación hay que haber realizado unas cuantas previas, derivadas de algunas preguntas importantes. Por ejemplo, por qué lo de «realizarse» como persona siempre se refiere a realizarse en lo profesional, en lo laboral, en lo que se llama productivo. «Hay una exigencia de productividad salvaje a todos los niveles, no se puede descansar de eso. Es una esclavitud», dice quien en novelas anteriores ya habría escrito, entre otras cosas, de cómo la crisis económica de hace años afectó a la idea de uno mismo como sujeto completo, realizado. «En lo profesional te puede ir muy bien y sin embargo no eres feliz. Quizá cuidar es también realizarse. Aunque hace falta pedagogía sobre esto porque estamos tan condicionados por lo social que cuesta verlo, ir en contra de lo social».
Adriana, la narradora, va introduciendo estos temas mientras cuida de un padre que, tras el ictus, decide vivir con más plenitud y alegría que nunca. Ya al quedarse viudo se apuntó a Meetic y encontró un montón de novias, y por ese camino sigue. La hija solo observa y piensa, es «la narradora testigo, poco activa. Ella no puede dejar atrás todo lo ocurrido». Padre e hija son como Quijote y Sancho, opuestos, en continuo contraste: cuanto más conscientes son de la muerte, de la finitud de sus vidas, más alegre es él y más reconcentrada ella. «Y así para hablar de la muerte ella habla de la vitalidad del padre, que ha redoblado su apuesta por la vida».
Tras esa actitud de Adriana hay un duelo que no termina, el que vive por la muerte de su madre y por la pérdida de sus mayores en general, por el peso de todo ese pasado en su presente. «Es el tema de la novela: la presencia de la gente que nos deja en el presente de cualquiera de nosotros. El pasado es presente, los muertos están muy vivos en nosotros». Por eso, las voces de abuela, madre e hija se van dando el testigo en la última parte del libro para contar sus vidas, un ejercicio que hace Adriana para no olvidar las memorias heredadas de ellas y sus propios recuerdos. «Si la memoria ya es ficción, imagínate lo que es contar la memoria de otras personas. Pero esas voces son la verdad emocional de la narradora».
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