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La bisabuela de Silvia Elorriaga Riquelme, abuela de su padre, era doña Águeda, una maestra que desempeñó su tarea en el Getxo de principios del ... siglo XX. «Enseñó a leer a la mitad de Algorta, a todos sus hijos y a todos sus nietos menos a uno, mi padre, porque le resultó imposible», explica Silvia, recuperando una vieja anécdota familiar. Entonces lo achacaban al desinterés del crío -que, no obstante, acabó estudiando Náutica-, pero hoy sabemos que aquel distanciamiento insalvable con la palabra escrita se debía a la dislexia. Es lo que podríamos llamar un diagnóstico retroactivo, porque también presentan esta dificultad de aprendizaje la propia Silvia, sus hermanas y sus tres hijos, en una muestra de lo que su padre suele describir en broma como «la potente genética vasca». Y, ahora, también es disléxico el protagonista de sus libros, un aprendiz de pirata llamado Tristán.
La familia de Silvia sirve como caso práctico para evidenciar de qué manera ha avanzado la comprensión de la dislexia, ese «cableado mental diferente» que complica la tarea de identificar letras y palabras y convierte la lectura en una enojosa batalla. «Mi hermana mayor, como mi padre, tampoco tuvo diagnóstico. En mi caso, me llevaron a un gabinete y ya le pusieron nombre y apellido a la dislexia, pero no hubo plan de trabajo. Mi hermana pequeña sí lo tuvo, y con mis hijos ha habido diagnóstico, plan de trabajo y adaptaciones metodológicas en el colegio, un intento de amoldarse a su manera de procesar la información», hace recuento la autora. De pequeña, también ella tuvo que enfrentarse a esas barricadas de letras que le impedían avanzar cómodamente en la lectura, aunque su caso es peculiar: «A mis hijos se les hace insufrible leer, pero mi dislexia afecta más a la hora de escribir. Cambio el orden, puedo escribir 'cno' y mi cerebro lee 'con'. Antes de mandar los libros a la editorial, una amiga los revisa en busca de errores. Y, desde luego, nadie quería mis apuntes en la uni», sonríe.
La autora getxotarra no quiere que sus libros se etiqueten como 'para disléxicos', porque a lo que aspiran en realidad es a ser inclusivos, universales, pero en su origen y su planteamiento ha pesado mucho esta singularidad familiar: «He tenido que escribir dos libros para que mis hijos quieran leer, se sientan identificados y vean que, si quieres hacer algo, lo consigues: la dislexia es una dificultad a la hora de leer y escribir, pero ese cableado nos facilita una creatividad alucinante a la hora de buscar soluciones a los problemas», dice, y cita a ilustres disléxicos como Einstein, Spielberg o Jobs. El protagonista de 'El secreto de Tristán' y de su nueva entrega, 'Tristán y la búsqueda del Ikigai', es un piratilla cantábrico que navega con su abuelo y se encuentra flotando en el mar un calendario perpetuo. En la primera historia, este artilugio prodigioso le transporta a Egipto; en la segunda, le lleva a Japón.
Más allá de que el propio Tristán comparta ese rasgo, los libros -publicados por la editorial Babidi-Bú- utilizan una tipografía diseñada por el holandés Christian Boer para facilitar la lectura a las personas con dislexia: las letras tienen trazos y formas que permiten distinguirlas mejor y se imprimen con mayor interlineado y espacio entre caracteres. «Pasé diferentes letras por el filtro de mi familia y a todos les pareció la más amable, porque hace más fácil la parte mecánica de leer», aclara. Es una tipografía de código cerrado -es decir, hay que pagar por usarla- y la propia autora asumió el sobrecoste. Los libros incluyen además «actividades para que los peques, si se aburren de leer, puedan hacer algo diferente sin dejar el libro». En el caso de este nuevo volumen, se trata de una meditación y una receta de sushi saludable.
Silvia defiende que «leer cura el alma» y añade una reivindicación: «La mayoría de los niños y niñas con problemas de aprendizaje necesitan ayuda extraescolar y hay familias que no pueden pagarla. Muchos se quedan perdidos en el sistema pese a ser superválidos, incluso brillantes. Yo he pagado más en refuerzo extraescolar que en colegio: psicólogos, logopedas, profesores particulares... Pero en algunos hogares no pueden permitírselo».
Eso hace que muchos estudiantes con dislexia acaben desarrollando una baja autoestima: «Es nuestro ADN, somos así, y no quiero que mis hijos se sientan avergonzados», concluye Silvia, que repesca otra anécdota familiar: «Cuando iban cayendo los diagnósticos en mi casa, el último fue el de mi hija, y mi hermana dijo: '¡Menos mal! Si no, iba a ser la rara'».
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