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Pospuesto en 2018 y ampliamente criticado el año pasado por la elección de Peter Handke, lo cierto es que el Nobel de Literatura sigue en una senda que no le permite recobrar de forma ampliamente reconocida el prestigio de antaño, es decir, su consideración indiscutible ... como el galardón más importante en la república de las letras. Algo bien definido, por otra parte, en aquel testamento de Alfred Nobel que mencionaba al ganador como la persona que haya producido en el campo de la literatura la obra más destacada en la mejor dirección. Una definición precisa, aunque de subjetiva interpretación para los académicos suecos, cuya consecuencia es por igual una nómina reciente de premiados tan asumible como criticada o tan justa como injusta al excluir grandes autores vivientes de la literatura o, incluso, si se acepta la estrategia de rotar el premio entre geografías y lenguas, entre géneros literarios y biológicos y entre conveniencias del momento político y sociológico. Todo esto explica la elección en esta edición de Louise Glück, una poetisa de amplia y extensa producción, con una obra confesional e intimista, con una expresión creativa en perfecta sintonía con las grandes incertidumbres de la existencia humana, de probada técnica y estilismo, de solvente entronque con la historia de la literatura, sensible con las contradicciones de la contemporaneidad y hasta con un sesgo melodramático y escéptico en una poesía en primera persona. Merecimientos suficientes para que un premio como el Nobel haga que su obra sea más conocida y prestigiosa de forma global, aunque, como siempre, la simple mención de la larga lista de grandes autores agraviados y acreedores al mismo premio nos haga dudar, una vez más, de los académicos suecos.

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