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Fue hace tantas batallas que ya no recuerdo el lugar exacto. Pero apostaría mi última sonrisa que fue en Barakaldo. Lo que tengo claro es ... que llovía mucho. Uno de esos días que apetecía no moverse del sofá, si no fuera por la presencia de Gila. Actuaba esa noche y la entrada del teatro estaba abarrotada de paraguas cubriendo cabezas. La entrevista debía ser breve porque Don Miguel tenía que preparar su actuación. Nos acompañaban el representante, el promotor y un joven que, desde unos meses atrás, le acompañaba en el escenario a modo de apuntador. Los años pesaban y la cabeza del cómico necesitaba de ayuda para no perder el fino hilo que le quedaba. De hecho, le costaba rememorar ciertas cosas. Había leído su biografía 'Y entonces nací yo', así que opté por preguntarle sobre algunos capítulos. Resultó desolador comprobar que los recodaba mejor que él. Hasta que hablamos de la guerra. Entonces levantó la vista, nos miró y viajó hasta el fondo de su mente. Allá donde está lo que permanece escondido.
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Se ha estrenado '¿Es el enemigo?', una película sobre la vida del genio del humor que marcó al resto y enseñó el camino. El más grande monologuista en español y pionero en lo de triunfar fuera de su país. No hay nadie más respetado en su gremio. Por cierto, es falso que su humor fuera blanco, a diferencia de los que se escucha en estos tiempos. Muchos de los textos y chistes de Gila serían ahora criticados, censurados y llevados a juicio. Porque era humor acorde a su tiempo y ya se sabe que tenemos la piel muy fina. Recuerdo el consejo que me dio: «Cuando escribía una frase que podían censurarme, ponía antes alguna palabrota o burrada. De esa manera tachaban eso y no se fijaban en lo que me interesaba que quedara».
Algo de eso hizo con el relato sobre su mal fusilamiento en la Guerra Civil. El monólogo sobrevivió gracias a una de esas artimañas. No olvidemos que lo contaba durante el régimen franquista. Pero hay algo que contó aquella tarde lluviosa que nunca olvidaré. La verdad del fusilamiento. El miedo que pasó y el tiempo, que parecía una vida, haciéndose el muerto. En aquel camerino no había teléfono, ni risas. Solo su voz. Y el relato de una experiencia que marcó el resto de sus días.
Supongo que no fue el mejor de los padres, ni el más fiel de los maridos. Lo dejó entrever en más de una entrevista y en aquella tarde. Vivió al filo. Como la noche de los pelotaris. Escribí, allá por 2011, un artículo al respecto pero viene bien recordarlo ahora. Años 70 México DF., Gila mantenía relaciones con una joven cuyo padre era un mafioso de carácter difícil y gatillo fácil. El amor no atiende a razones y los enamorados, pese al peligro, se citaron en un hotel. Alguien dio el chivatazo y la banda del padre ofendido se plantó en la puerta del local. No tenían escapatoria.
Desesperado, Gila llamó al único lugar que quizá podían ayudarles: el Jai Alai. Uno de los pelotaris le aconsejó que apagaran las luces y esperaran en silencio. Pasados unos inquietantes minutos escucharon unas voces que se acercaban por la calle. Era una cuadrilla de hombres que cantaba bilbainadas y canciones vascas. Poco después, llamaban a la puerta. Eran los pelotaris. Iban todos con gabardina y txapela. Traían escondidos los mismos complementos para los enamorados. Se las pusieron, los colocaron en medio del grupo y, de la misma forma que entraron, salieron a la calle cantando las mismas melodías.
De esa forma salvó la vida Miguel Gila. Lo cuenta en su biografía y fue uno de los pocos momentos de aquella tarde en que vi que su mente estaba lúcida. «He esquivado muchas veces a la muerte. Se ve que no le caigo bien», comentó con retranca mientras se ponía la boina negra. Salió, se apagaron las luces, un foco iluminó la mesa con el teléfono y los aplausos llenaron el aire. He entrevistado a payasos y a cómicos a lo largo de toda mi vida y hay algo que no cambia. La risa más duradera es la que nace del dolor. El humor negro tiene mucho de curativo. Sea ante una enfermedad, una guerra, un problema laboral o la mismísima muerte. Porque te permite mirarles a la cara, sin miedo, para poder decir aquello de: «¿Es el enemigo? ¡Que se ponga!».
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