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Se fue sin hacer ruido. Como era él. Mikel Unzueta (Bilbao, 1957) falleció en el hospital de Basurto el 28 de mayo, días después de que le detectaran un cáncer y tras despedirse de familiares y amigos. La arqueología y la historia vizcaínas se han ... quedado huérfanas. Se ha ido un hombre volcado en la investigación y la divulgación de nuestro pasado, entregado a la defensa del patrimonio como bien de todos y medio para saber de dónde venimos.
Mikel Unzueta se formó como historiador en la Universidad de Deusto, donde después fue miembro del Departamento de Prehistoria e Historia Antigua y profesor de Epigrafía y Numismática Romana en la Escuela Práctica de Arqueología. Su vocación por la Antigüedad surgió cuando, todavía estudiante, excavó con Antonio Rodríguez Colmenero en Galicia yacimientos de la transición del mundo indígena al romano, y recibió el impulso definitivo cuando, a principios de los 80, el prehistoriador Juan María Apellániz animó a varios antiguos alumnos a explorar ese periodo en Bizkaia.
Hace 40 años, sugerir la presencia romana en la Euskadi costera era poco menos que violar un tabú. El dogma era que el Imperio no había conseguido doblegar a los irreductibles vascos: la ausencia de restos arqueológicos se consideraba una prueba de la ausencia de los romanos. Mikel y varios colegas sospechaban, sin embargo, que, si en Bizkaia y Gipuzkoa no se habían encontrado vestigios de la romanización, era simplemente porque no se había buscado bien.
Ana Martínez Salcedo, Enrique Alcorta y él se pusieron a investigar el origen de tres piezas descontextualizadas halladas cerca de Forua -pueblo cuyo nombre apuntaba a Roma- y en 1982 descubrieron una de las joyas de Bizkaia. «El poblado romano de Forua es el yacimiento romano más extenso del Cantábrico oriental excavado», recordaba Mikel siempre que podía. Visitar el lugar guiado por Ana -su colega, esposa y directora de las excavaciones- y él era una experiencia inolvidable.
Investigó la Edad del Hierro en los castros de Berreaga, Kosnoaga y la peña de Sámano, y, con José Antonio Ocharan, desenterró en 1998 en el valle de Kuartango los restos de una escaramuza entre legionarios e indígenas. Tres años más tarde, Mikel, gran conocedor de las fuentes clásicas, se sumaba con el filólogo Joseba Abaitua a la teoría de la vasconización tardía, según la cual el euskera llegó al País Vasco procedente de Aquitania después de la caída del Imperio romano, una hipótesis incómoda para algunos, pero que ellos respaldaban con pruebas.
Como arqueólogo de la Diputación de Bizkaia desde 1992, centró sus esfuerzos en la conservación y difusión del patrimonio, desde las pinturas de Santimamiñe hasta la más humilde ferrería de monte. Reabrió yacimientos cerrados desde tiempos de José Miguel de Barandiarán para reexaminarlos a la luz de la ciencia contemporánea y apostó por la formación de guardias forestales y espeleólogos en la identificación de restos arqueológicos y pinturas rupestres. Gracias a él, los espeleólogos saben ahora cómo mirar las paredes de las cuevas y en Bizkaia se ha descubierto en los últimos años más arte paleolítico que durante todo el siglo XX.
La arqueología vasca le echará de menos en el monte -al que se escapaba a la menor oportunidad-, a pie de yacimiento, en el Museo Arqueológico de Bizkaia entusiasmado ante una pieza y sentado en una sala de conferencias con esa media sonrisa tan suya. Prudente y agudo, respondía con elegancia a las preguntas del lego, recomendaba al periodista el mejor experto para cada tema -ajeno a cualquier filia o fobia- y era el asesor indispensable ante asuntos espinosos. El mismo día de junio de 2006 en que se anunciaron a bombo y platillo los, hoy fraudulentos, hallazgos de Iruña Veleia, tuvo claro el engaño nada más ver la foto del presunto Calvario. Así era Mikel.
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