Bodegón con dulces y recipientes de cristal, cuadro de Juan var der Hamen (1622). Wikimedia commons

La aloja o hidromiel cervantino, otro refresco de antaño

GASTROHISTORIAS ·

Hecha a base de agua, miel y especias, esta bebida fermentada y ligeramente alcohólica fue el trago preferido del Siglo de Oro

Ana Vega Pérez de Arlucea

Viernes, 7 de julio 2023, 01:03

Como moscas a la miel. Así atraía la aloja a los españoles de hace 400 años y así la pintó el bodegonista Juan van der Hamen y León, irresistiblemente seductora incluso a través del cristal y acompañada de sus inseparables barquillos. Puede que el tándem ... helado/barquillo naciera gracias al refresco veraniego del que hablamos hoy, un brebaje hecho con agua, miel y especias e impepinablemente servido con dulces obleas que estuvo en boga durante al menos tres siglos y luego cayó en el más terrible de los olvidos.

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Quizá ustedes no lo sepan, pero a día de hoy se elabora hidromiel en las provincias de Sevilla, Granada, Asturias, Valladolid o Valencia bajo nombres tan nórdicos como Valhalla, Odín, La Runa o Beekinga. Nada puedo yo decir contra los hidromieles ni contra las sagas escandinavas, pero es una verdadera pena que los fabricantes busquen inspiración en tierras lejanas cuando tienen tan cerquita una autoctonísima bebida fermentada con simple agua, miel... y un toque de especias.

Fue este último elemento el que siempre diferenció a nuestra aloja de los hidromieles del resto de Europa o del aqua mulsa que hacían los antiguos romanos y, posiblemente, también fue la causa de su caída en desgracia: la adoración que despertaron las especias en la Edad Media fue (abaratamiento mediante) decayendo poco a poco hasta convertirlas en sabores trasnochados, antónimos de la modernidad culinaria.

El gusto a jengibre, pimienta, canela y clavo de la aloja resultaba antiguo en comparación con el de las bebidas que arrasaron en el siglo XIX (el café, la cerveza, los refrescos carbonatados) e incluso con las tradicionales horchatas o aguas de cebada. A mediados del XIX las alojerías de Madrid eran un recuerdo del pasado.

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La receta sobrevivió durante un tiempo en provincias, sobre todo en Castilla y León, para finalmente desaparecer de la faz de la tierra. Ella, que lo había sido todo en tiempos de Quevedo y Lope de Vega, que había refrescado por igual a príncipe y mendigos y había sido testigo de excepción de nuestro Siglo de Oro, acabó siendo nada. Una mera nota a pie de página, un apunte gastronómico en los concursos de la tele.

La ignominia alcanza hasta al diccionario de la RAE, que define «aloja» simplemente como «bebida compuesta de agua, miel y especias», sin detallar la cualidad que hacía tan seductor y adictivo a este refresco: que estaba fermentado y en consecuencia tenía cierto grado alcohólico. Para acelerar la fermentación no se utilizaba levadura de cerveza (como sí se usa en el hidromiel) sino levadura de pan o masa madre, que se diluía en agua y se dejaba actuar junto con cierta proporción de miel y un saquito de especias durante al menos doce días, refrescándolo con más miel de vez en cuando «hasta que tuviera la fortaleza suficiente» y fuese capaz de apagar una vela encendida acercada a la boca del cántaro (es decir, que produjera dióxido de carbono).

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Que pique en el paladar

Esta parte fundamental en la elaboración de la aloja era lo que hacía que picase en el paladar, que era la característica más apreciada por sus antiguos consumidores. Ese líquido vivo y burbujeante se llamaba «pie de aloja», y servía como base para ir fabricando durante el resto del verano el producto final, al que se añadía más agua y miel y que se dejaba fermentar en grandes tinajas entre ocho y doce días, según el clima. Luego se desespumaba, se filtraba y se enfriaba a conciencia, razón por la que la aloja o agualoja era considerada el mejor alivio de los calores veraniegos.

Se bebía siempre helada -cuando no garrapiñada o, lo que es lo mismo, granizada- y los establecimientos en los que se vendía fueron pioneros en el uso de grandes cantidades de nieve y hielo para enfriar bebidas y cuajar garrapiñas, helados semisólidos que hicieron las delicias de Cervantes y sus contemporáneos.

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Las alojerías ofrecían al público aloja, limonada de ídem, agua de limón, hipocrás o vino especiado y a veces otras aguas compuestas de frutas, todo impepinablemente acompañado por barquillos y suplicaciones. Estos dulces se hacían con harina de trigo, azúcar y yema de huevo, y con la misma masa y diferentes moldes se conseguían cuatro variedades que eran de obligada presencia junto a la jarra de aloja: obleas (planas y circulares), barquillos (cóncavos, los mismos que se ven el cuadro de Van der Hamen), tabletillas (con forma de tabla) y suplicaciones (canutillos finos y alargados).

Lo de «obligada presencia» no es una exageración sino una realidad. Los gremios de alojeros que había en casi todas las ciudades de España estipulaban en sus ordenanzas desde los ingredientes de la aloja hasta los tipos y composición de los barquillos, y todo aquel que quisiera conseguir ser maestro en el oficio o mantener su licencia comercial debía atenerse a rajatabla a esas reglas o exponerse a multas muy elevadas y una posible expulsión del gremio.

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La próxima semana les hablaré aquí de esas ordenanzas, de los exámenes para sacarse el título de alojero, del posible origen de esta magnífica bebida y de su estrecha relación con el teatro clásico. Prometo darles también la receta, por si alguien quiere cambiar el hidromiel vikingo por el cervantino.

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