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Tras la Segunda Guerra Mundial y el trauma del nazismo, adoptó la costumbre de dirigir con los ojos cerrados. Una pena. No había una mirada como la suya. Al menos delante de una orquesta. De un azul palidísimo, punzante y eléctrico. Las pantallas de televisión ... se habrían derretido si hubiera hecho caso de los directivos del sello Deutsche Grammophon. «¡Ábralos! ¡Ábralos!», le repetían machaconamente en los años 60, al comprobar que las pocas veces que lo hacía -sobre todo en las óperas y obras corales- provocaba un calambre en el espinazo de los telespectadores. Pura energía.
Imposible convencer al director austriaco Herbert von Karajan (1908-1989) de que abriera los ojos. Lo suyo era zambullirse en la partitura y marcar el camino. No le gustaban las interferencias cuando se trataba de su trabajo. Algo sagrado que solo podía quedar en manos de los elegidos. Y puestos a ser exigentes, nadie mejor que él. Hoy se cumplen 110 años de su nacimiento y, de momento, nadie lo ha superado en términos de impacto mediático. Brillaba como el supremo rey Midas, sobre todo cuando abordaba el repertorio de Wagner, Strauss, Mahler que Bruckner, sin descuidar a Verdi, Puccini y Debussy.
No le costó transformarse en el miembro más ilustre de la estirpe de los Karajanis, afamados empresarios, catedráticos y médicos. Se habían trasladado del norte de Grecia al Imperio Austro-Húngaro en el siglo XVIII. ¿Antecedentes artísticos? Solo el de su padre, cirujano y director del hospital San Juan de Salzburgo, que tocaba el clarinete y organizaba pequeños conciertos en su casa. Por lo demás, el joven Herbert estaba destinado a estudiar Ingeniería Electrónica, igual que su hermano mayor, Wolfgang. Al final, la música pudo más aunque siempre cultivó la pasión por la tecnología y la ciencia. Fue el máximo valedor del CD y tenía una fe ciega en el futuro: «En el año 2000 la gente se jubilará a los 50 y vivirá más de 100, ¡toda una vida para disfrutar!» Así pensaba cuando le rondaba la enfermedad -problemas óseos y una grave lesión en la columna- y se empeñaba en seguir al pie del cañón.
Entre 1938 y 1989, se hizo merecedor de 330 discos de oro. Vendió más de 100 millones y, en la década de los años 80, se calcula que ganaba más de cinco millones de euros al año por derechos de propiedad intelectual. Y evidentemente la orquesta de sus amores, la Filarmónica de Berlín, también se llevaba un buen pellizco. Así se explica que la mayoría de los músicos se comprara una mansión en Mallorca como segunda (o tercera) residencia. Tanta fama y triunfalismo no le hacían inmune a las críticas, como las que ya entonces rumiaba Nikolaus Harnoncourt -contrabajista de la Sinfónica de Viena y futuro gurú de la interpretación historicista- que no soportaba «su narcisismo, los yates y aeroplanos, y las horas que se pasaba delante del espejo para conseguir un tupé ridículo...».
A Karajan le gustaba cultivar esa imagen, codearse con las élites y estrechar lazos con políticos de la proyección de Mijail Gorbachov, Margaret Thatcher y Helmut Schmidt -canciller federal de Alemania entre 1974 y 1982-. El poder le fascinaba y eso que era un hombre tímido, que hablaba a toda velocidad para disimular la tartamudez y problemas de vocalización. «Yo lo conocí de niña, cuando dirigía la Ópera de Aquisgrán y venía a comer a casa de mis padres, que eran cantantes. Le costaba hablar y relacionarse con la gente. Pero también contaba chistes y era muy teatrero», recordaba la mezzosoprano berlinesa Christa Ludwig en un documental retransmitido recientemente por la televisión austriaca.
Filias y fobias aparte, no se puede negar que se trata de uno de los grandes directores del siglo XX. No hay más que echar mano de las grabaciones de 'Così fan tutte' y 'El caballero de la rosa' (EMI) para apreciar su dominio de los detalles. Sin olvidar 'Tosca' (Philips), «una ópera tan sangrienta que si la diriges cada temporada, te ahorras matar a alguien», confesaba medio en broma, medio en serio. Al término de la Segunda Guerra Mundial, tardó dos años en empuñar la batuta. Los aliados, principalmente los soviéticos, se lo tenían prohibido a la vista de su pasado adscrito al partido nazi. «Los artistas, también bajo una dictadura, necesitan comer. Él se limitaba a trabajar como músico», lo defendía Helmut Schmidt, el excanciller alemán.
Karajan tenía adicción por la belleza; incluso más allá de la muerte. «Si tienes el corazón lleno de tesoros y el cuerpo te abandona, la Naturaleza debe darte otro. ¡Yo volveré!», advertía a los 80 años, haciendo suyas las palabras de Goethe. Los aficionados todavía esperan el milagro.
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